cruz de hierro II (copia)

Primer descarte:

He trabajado mucho estos días en el texto sobre el franquismo. De paso, he seguido al pie de la letra, nunca mejor dicho, el axioma “cómo transformar el dolor en belleza” (entender esto es casi como dar con el sentido de la vida), porque lo he hecho en el marco de una gripe de verano devastadora, que me tuvo cuarenta y ocho horas seguidas sin dormir y me nubló el entendimiento. Hasta el punto – ahora viene la excusa – de que caí en el error de la precipitación y publiqué en mi blog el primer texto que me pareció correcto, como si el dolor de garganta, la fiebre y la tos irritativa fueran los responsables de este fenomenal error de cálculo. ¡El primer intento nunca es el bueno! Aunque la idea parezca excelente. Éste, además, era malo, porque no me había documentado lo suficiente y porque cuando el libro de Javier Cercas explotó en mi cerebro y me abrió nuevos horizontes de percepción se agolparon tantos recuerdos en mi cabeza que quise ponerlos todos. Estos descartes son una buena muestra de lo que quiero decir, la mayoría estaban en aquel primer borrador. Dos días más tarde lo eliminé, como es natural, entre arrepentido y avergonzado (luego, lo trabajé un poco más y lo volví a publicar), porque a estas alturas del partido debería saber que la prudencia es la madre de todas las virtudes y que dejar reposar una obra, del tipo que sea, es una parte ineludible del proceso creativo.

Segundo:

Lo más cerca que había estado nunca de entender el franquismo de mi madre fue gracias a La lengua de las mariposas, de José Luis Cuerda, y al excelente trabajo de Fernando Fernán Gómez y el resto del equipo de esta admirable película, pero ha sido finalmente la historia del tío abuelo de Javier Cercas, un joven llamado Manuel Mena, bellamente narrada en El monarca de las sombras, lo que me ha permitido afrontarlo desde otro ángulo y, si no comprenderlo, porque esto es imposible, porque entre la lucidez y la estulticia hay un abismo insondable, al menos creo haber sido capaz de describir un escenario en el que los protagonistas encajan, cada uno en su papel. A más, no llego.

Tercero:

Durante la guerra mi abuela escondió en su casa a varias personas, perseguidas por sus ideas políticas o por su condición. Entre estas últimas, un pequeño grupo de monjas. Pasados unos días las vistieron con ropas civiles y las maquillaron, para que pudieran salir a la calle e iniciar el largo camino del exilio. Mi madre aseguraba que, a pesar del disfraz, se notaba que eran monjas a cien metros de distancia.

Cuarto:

La medalla parecida a la Cruz de Hierro alemana que mis primos y yo encontramos en la habitación del tío Raimundo, años después de su fallecimiento, estaba concedida al Cabo Don Raimundo Gras Artero, según el documento que la acompañaba, fechado el 5 de junio de 1939 y firmado por Der Deutsche Reichskanzler Adolf Hitler. La tradición oral familiar dice que Raimundo fue propuesto para oficial en varias ocasiones, pero que siempre rechazó el ascenso. También habla de un Regimiento – o Bandera, en el caso de la Legión, que es donde sirvió toda la guerra – valiente e indisciplinado. El caso más conocido es cuando les prohibieron desfilar con el resto del Ejército franquista por la Diagonal, el día que Barcelona fue “liberada”, porque estaban castigados. También recuerdo haber oído hablar de degradaciones, otra forma de sanción, en este caso individual. Teniendo en cuenta que parece probado que fue comandante de carro de combate, cabe suponer que pasó de cabo a sargento y de sargento a cabo con cierta facilidad, sin pasar por oficial por decisión propia, como ya he explicado. Vista su peripecia personal después de la guerra, no es de extrañar que sus superiores desconfiaran de él. Le honra.

Quinto:

Werner Herzog ilustra muy bien la relación entre la Iglesia Católica y el franquismo. En general, con cualquier tipo de poder temporal. Su película Aguirre, la cólera de Dios narra la alucinante epopeya de un grupo de soldados de fortuna españoles en Sudamérica, a mediados del siglo XVI, en la búsqueda de El Dorado. Matan, asesinan, violan y arrasan con todo lo que encuentran a su paso, con la vista puesta siempre en su objetivo: el oro. Uno de ellos ejerce de notario y certifica oficialmente la anexión a la Corona de cualquier territorio por el que pasan, incluidos los pueblos que lo habitan. Es inconcebible, pero todas las potencias europeas lo hacían y sus consecuencias siguen vigentes hoy en día. Porque, que yo sepa, esta aberración legal y, sobre todo, moral, nunca ha sido puesta en tela de juicio. Pero a donde quería llegar es a una escena en la que uno de los soldados tiene remordimientos y acude al cura castrense (otro elemento indispensable en cualquier expedición de este tipo que se preciara) para confesarle sus dudas acerca de los brutales métodos que utilizaban. La respuesta del sacerdote es insuperable: “La Iglesia siempre ha estado al lado de los poderosos, para mayor Gloria de Dios”.

Sexto:

El día que Raimundo volvió a casa, procedente de la guerra, mi madre entró en la cocina y vio una escena que no olvidó jamás. Un legionario, compañero de armas de su hermano, con la camisa verde de uniforme abierta hasta la cintura, enseñaba a un oficial médico, amigo de la familia, cómo pasar (clavar sería mucho más descriptivo, “pasar” era el nombre del juego) un machete enorme, firmemente empuñado con la mano derecha, entre los dedos de la mano izquierda abierta, frente a él, apoyada boca abajo sobre la basta mesa de madera donde la cocinera cortaba patatas y legumbres. De derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Un, dos, tres, cuatro, cinco. Un, dos, tres, cuatro, cinco. Cada vez más rápido. Raimundo le aseguró que había visto a uno fallar, delante suyo, y clavarse el cuchillo sin torcer el gesto, pero no sé si lo hizo para acabar de impresionar a su hermana pequeña, que no daba crédito a lo que había visto.

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