
Villon se convirtió de repente en Rimbaud -al que Rydell reverenciaba-. Rydell seguía matriculado en el curso preuniversitario de letras, pero no pisaba nunca el instituto. Le decía a Marie-José: “Cualquier centro de enseñanza es una camarilla. Cualquier partido, cualquier religión, cualquier asociación es una panda de gánsters”. Marie-José lo aplaudía. Rydell convenció definitivamente a Marie-José de que cualquier tipo de instrucción era una educación para la sumisión, la desindividualización de cada cual y la regulación de todos en provecho de unos pocos y al servicio del orden, del pulpo yanqui y de la paz armada.
La ficción permite al autor decir cosas como ésta sin comprometerse. Es mordaz, lúcido, tal vez demasiado, pero no lo dice Pascal Quignard, lo dice Rydell. El libro se titula Las nieves de antaño (el título original, L´occupation américaine, es mucho mejor). Rydell afina la puntería: “El político está siempre chupando sangre, y a veces dinero: desde el comienzo de los tiempos, no produce nada. En el mejor de los casos, pesadillas”. Lo dice Rydell, insisto, no Quignard, que sólo firma el libro.
Rydell intimidaba a Patrick. Aquella desgana, aquellos bolsillos que tan pronto rebosaban dinero como estaban vacíos, aquella negativa a estudiar, aquellos poemas, aquellas paradojas, los porros, la cocaína, lo ponían fuera del alcance de cualquiera. Se llamaba a sí mismo filósofo. Tenían discusiones secas, y a veces dramáticas, pues prefería el soliloquio y que se lo aplaudieran. Patrick no sabía de aplausos. Marie-José tampoco tenía esa costumbre. Contradecía con violencia a Rydell cuando éste se metía con las luchas feministas, con los valores, con los paisajes, con las novelas y las películas de América. Para los tres era cuestión de honor enfrentarse con mayor virulencia que los servicios secretos soviéticos y los servicios secretos americanos en las novelas de espionaje de aquel tiempo. Aquello era Stalin contra Roosevelt. En opinión de Rydell, lo que pasaba era que habían sobornado a la tierra entera. Aquello era de repente Aragon contra Faulkner. Palabras contra imágenes, música de jazz contra protagonistas de películas. En opinión de Rydell, en las sociedades todo estaba “alienado”, la naturaleza estaba “colonizada”, la población de la tierra entera se había vendido a los yanquis para colmar el vientre de Danaide del “pulpo de Wall Street”. Los imperios se dan más prisa en envejecer que las generaciones de hombres a sucederse y las palabras se desgastan con mayor rapidez de lo que se ajan, en el bostezo de la muerte, los labios que la pronuncian.
“Lo que pasa es que habían sobornado a la tierra entera”. Esta frase resume el triunfo definitivo del capitalismo en la faz de la Tierra, pero Pascal Quignard sólo es un espectador que se limita a narrar la escena que sucede delante suyo, sin tomar partido. Como el fotógrafo de guerra, se protege tras la cámara. Uno y otro se limitan a encuadrar y enfocar, con la mayor nitidez posible, lo que ven sus ojos, con la secreta esperanza de que el papel emulsionado y la página mecanografiada vayan un poco más allá de la mirada.
Voy a probar. Neil Sutherland oyó como alguien le llamaba desde la calle y se asomó a la balconera. Sabía quién era; a esta hora, las tres de la madrugada, sólo podía ser Linda. Se demoró un poco para dar las últimas pinceladas de la jornada, cogió un trapo sucio, pero limpio, y se asomó de nuevo al balcón. “¡Está abierto!”. Linda venía acompañada. “Hemos visto la luz encendida y hemos pensado que a lo mejor te gustaría tener compañía”. “Si no fuera así, ¿te irías?”. Linda sonrió. “Ella es Margaret, Margaret, él es Suth”. Las dejó curioseando y se dirigió a un lavamanos que había en un rincón del estudio, donde se entretuvo todo lo que pudo, mientras la magia abandonaba el local y las musas se colaban por las rendijas de las ventanas y los quicios de las puertas, de vuelta a casa, donde quiera que estuviera, o se evaporaban en el espacio. “Fascinante”, dijo Margaret, tratando de atrapar a una musa rezagada. Estaba frente a una tela cuadrada, de metro y medio, pintada de color oscuro. Lo único que rompía la monotonía del fondo era una caligrafía apenas perceptible, pero significativa. Nada más. “Está inacabado”, dijo su autor, como si con eso zanjara una cuestión.
La cuestión de Suth era, según sus propias palabras, saber qué hacer con su obra, apilada contra las paredes del estudio, en alegre desorden. Suth había tenido éxito, el suficiente para vivir de su trabajo con cierta holgura durante un generoso espacio de tiempo, pero hacía unos años que había decidido no exponer más y se había desligado de casi todas sus obligaciones profesionales. Poco a poco, había conseguido su sueño de juventud: dejar la pintura, a la que había dedicado buena parte de su vida, como hizo Marcel Duchamp en su día. Eso no le impedía pintar, ni vender a particulares, y a esta última serie a la que dedicaba ese tiempo de descuento la llamó “No sé qué pintar, mientras tanto, pinto”. Marcel Duchamp había sido un referente, para él, pero envejeció mal, como todos los demás. Margaret, que lo sabía todo de Suth, porque en aquella pequeña comunidad artística y rural se conocían todos, y los nuevos, como ella, eran rápidamente puestos al día, estaba ahora frente a un cartel inmenso de Chillida, enmarcado, una serigrafía sobre papel de estraza con uno de sus gestos característicos y su nombre debajo, junto al de Galerie Maeght. Era de una elegancia impresionante. “He visto esta serigrafía antes, sobre un papel de color blanco, sin tipografía, y me gustó mucho, pero el cartel es mucho mejor”. “Y más barato”, respondió Suth, una vez más zanjando una cuestión.
Linda no esperó la invitación y se dirigió a la pequeña cocina, improvisada en otro rincón, buscó un cuenco donde verter una bolsa de patatas chips, cogió tres cervezas del frigorífico, las abrió y lo trajo todo, haciendo malabarismos, hasta la gran mesa baja que presidía buena parte del espacio destinado a trabajar. “No me lo digas, eres galerista”. Margaret se encogió de hombros. “Te ahorraré el trabajo. He dejado de exponer porque me parece que el arte contemporáneo es un fraude colosal. ¿De verdad alguien cree que este arte nos sobrevivirá? Tengo setenta años y en algún momento de mi trayectoria he sentido el vértigo del triunfo, hasta el punto de dudar de mí mismo, porque no me gusta cómo se valoran los artistas. Confundís valor y precio. Tampoco me gustan las galerías, no te ofendas, y detesto las ferias de arte, aunque he participado en unas cuantas e incluso he defendido su existencia, todos tenemos un pasado, pero estoy fuera de juego. Ahí es donde quiero estar”. Linda miró a su amiga y se encogió de hombros, el mensaje era elocuente: “Te lo advertí”, pero Margaret tenía un plan: comprará y especulará, es lo que se espera de ella, y Suth aceptará el trato.
Linda escogió este momento para anunciar que traía un regalo para Suth. Éste miró sus manos y enarcó las cejas, pero ella respondió, con una sonrisa pícara: “Es una cita. De un escritor francés, Pascal Quignard, deberías leerlo: Les peintres? Les cartons verts épinard. Les musiciens? Les boîtes noires et luisantes. Les écrivains? Les mains vides. He pensado que te gustaría”.
“Me parece que el arte contemporáneo es un fraude colosal”. Lo ha dicho Neil Sutherland, no quiero apropiarme de lo que no es mío.
Referente a la traducción de la cita de Quignard, una amiga del otro lado de los Pirineos me aclara que “les cartons vert épinard” hace referencia a las carpetas de dibujo, de ese color, que se cierran con cintas de tela de color negro.