Foto Ima Sanchís, 1979

La Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, es la institución académica que alimenta mis sueños de lo que pudo ser y no fue, ni será. Por ejemplo, acogió mi proyecto The New Collection, que desató un debate sobre arte contemporáneo que todavía me tiene ocupado. Por esta razón la he escogido para ser la impulsora de un proyecto literario singular: una publicación que acogerá textos de diferentes intelectuales sobre la pandemia que acabamos de vivir, que todavía colea. Sin salir del campus, una selección de científicos, poetas, músicos, economistas, filósofos, escritores, políticos, docentes, médicos, nos ofrecerán su particular visión de la pandemia de los años 20 del siglo XXI. El logotipo –en la Hopkins no hacen nada sin diseño gráfico– es 20/XXI. Ya veo las gorras y las camisetas. La idea es dejar para la posteridad un documento multidisciplinar sobre esta experiencia mundial; posiblemente ha sido la primera vez en la historia de la humanidad en la que un cataclismo ha tenido este nivel de globalidad, después del Diluvio Universal.

He tenido el honor de ser uno de los invitados a participar. El casting intimida: Havelock, Penck, Harristown, Steiner, Hu-Lei, Murakhami …, supongo que el eco de la New Collection no se ha apagado y mi nombre resulta exótico. Sé que esperan de mí algo artístico, plástico, quizás una genialidad, pero no me sale nada, y no es que no tenga material, he escrito un libro titulado precisamente Diario de Pandemia, pero soy incapaz de resumirlo en un texto as short as possible, que es lo que me han pedido.

Finalmente me he decidido por estas líneas:

En mi familia no se besaba. Somos cinco hermanos y todos disparábamos al aire cuando saludábamos a nuestros padres. Entre nosotros bastaba una inclinación de cabeza. «Disparar al aire» es acercar la cabeza al saludado, hasta casi tocarla, pero sin rozarla, no es fácil hacerlo si no estás acostumbrado, pero yo me entrené desde pequeño. Con el tiempo llegas a hacer el gesto sólo insinuándolo, a una distancia considerable. Y no es que no fuéramos cariñosos, amábamos a nuestros padres y nos inspiraban una gran ternura, pero no nos besábamos. En cambio, mi madre y yo solíamos ir cogidos de la mano por la calle, cuando coincidíamos, siendo yo ya un adulto. Recuerdo encontrármela en la puerta de su casa, en la calle Lauria, camino de la iglesia de La Concepción, con parada en la belga –un pequeño café llamado Bruselas–, donde tomaba un café y me animaba a acompañarla. Luego cruzábamos por el paso de peatones que da a la calle Aragón, siempre cogidos de la mano, y la dejaba frente a la puerta del claustro, ella a sus oraciones y yo al vicio y desenfreno de siempre.

Cuando envejecieron, empezamos a acercarnos más, hasta rozar la frente de mi padre, que la tenía amplia y fría, un poco áspera, y encontrar la de mi madre, cálida y acogedora. Pero lo que más me gustaba era sentarme al lado de mi madre y cogerle la mano. Podía estar horas así. Tenía la piel muy fina, suave, la puedo sentir mientras lo describo.

A los trece años pasé un verano en Vannes, en el noroeste de Francia, para perfeccionar el francés. Nos distribuyeron en casas particulares. A Eduardo, mi mejor amigo, le tocó una en la que la madre besaba a sus hijos en la boca. Estaba horrorizado y preocupadísimo de que a la madame se le ocurriera hacer lo mismo con él. En Barcelona, en los años sesenta, en pleno franquismo, esas cosas eran inimaginables. Algunos años más tarde, en la adolescencia, descubrí los besos románticos, emocionantes, torpes, aplicados, algunos incluso salían bien, pero no era fácil, hasta que llegaron los Grandes Besos, para los que sólo necesitabas un abrazo y una baldosa, no importa lo pequeña que fuese.

Y, por fin, llegan los hijos, a los que abrazas y besas mientras se dejan abrazar y besar. No te los comes porque está prohibido.

Toda esa digresión es para decir que llevo un año sin besar a mi hija y no puedo más.

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