
Dejé Ciencias Económicas en quinto y último curso y aquel acto representó mi divorcio con la vida a la que estaba destinado. Siempre me he jactado de que a pesar de aquellos estudios superiores no sé nada de Economía, pero aprendí una cosa: los grandes temas son sencillos de plantear, lo difícil es la gestión posterior. Los impuestos, por ejemplo, nacen para satisfacer la necesidad de financiar estructuras destinadas al servicio público. Cómo se implementan es otra cuestión. Keynes, el economista que nunca pasa de moda, amigo de Bertrand Russell y de Ludwig Wittgenstein, pertenecía a una generación de pensadores que apenas distinguía entre Filosofía, Matemática y Economía. Ante una Crisis con mayúscula proponía que si no había dinero el Estado lo creara, imprimiendo papel moneda, aunque eso provocara Inflación, también con mayúscula, porque lo importante era frenar el pánico y evitar que la gente, arruinada y desesperada, se lanzara por las ventanas de los rascacielos de Wall Street, como sucedió en el Crac del 29. Una receta sencilla para un problema angustioso, y un reto formidable por delante.
También las proposiciones filosóficas son sencillas y difíciles de implementar. Wittgenstein opina que de lo que no se puede nombrar es mejor no hablar, el imperativo categórico de Kant nos dice que debemos obrar de tal manera que nuestro comportamiento pueda erigirse en regla universal de conducta y Shopenhauer pone el acento en el sufrimiento, y no puedo estar más de acuerdo, no es fácil vivir, y nos receta un remedio: la voluntad de vivir.
Escucho estas doctrinas como si se tratara de una canción en inglés, que no entiendo pero me cautiva, y me acerco al personaje y dejo que sean sus actos lo que me de la información que en realidad busco. Es fascinante. Wittgenstein y el acto de renunciar a una fortuna, y el sorprendente entusiasmo con el que su generación abrazó la causa patriótica, en una guerra estúpida y devastadora, con la única excepción de su amigo Russell, cuyo pacifismo fue duramente criticado y le llevó a prisión. Algo parecido le pasó al compositor Benjamin Britten en la otra gran guerra del siglo XX.
Escogí el arte porque es otra manera de decir y la literatura porque también en el arte llegué a un callejón sin salida. Hoy, con setenta años, que es una edad provecta, he empezado a ir a clases de inglés, a ver si por fin entiendo algo.