Mientras caminaba esta mañana con Molly y Miss Brown, al amanecer, con una romántica visión del Canigó a un lado, cubierto de un manto de nieve, bañado de una luz rosada más propia del atardecer que de un amanecer, y al otro lado estallaba el día con una sinfonía wagneriana de color y fuego, iba pensando en la música y en un momento dado he hilvanado un relato prodigioso, tanto que he recurrido al móvil y me he enviado un mensaje de voz a mí mismo, en una cuenta que tengo instalada para esas epifanías. Estas transcripciones son normalmente torpes, pero a veces logro rescatar alguna idea aprovechable.

A la pregunta de cuál es mi instrumento favorito, podría responder de muchas maneras; podría decir la voz, como dijo Arantxa Aguirre en una entrevista reciente, porque es una respuesta que nos da una dimensión humana con la que podemos identificarnos; es algo incluso atávico. Podría decir el piano, porque es un instrumento prodigioso, o cualquier instrumento de cuerda: el violín, o la viola, por su poética, pero yo me inclino por una respuesta más profunda y críptica, y me disculpo por ello, porque detesto los cripticismos. Diría «la música interior», esa sería mi respuesta. Es algo que no sé si está alojado en el córtex del cerebro o en la base del diafragma, sólo sé que es algo físico, que viene de dentro y que nos convierte, aunque sea sólo por un instante, en compositor, intérprete o auditorio.

Hay una pausa, y a continuación otro mensaje que viene del camino. Se oyen las pisadas sobre la tierra y el viento, que sopla con moderación.

Cuenta la leyenda que había una pianista que daba conciertos e impartía clases magistrales por todo el mundo, y sorprendentemente recomendaba a sus alumnos que no escucharan sus grabaciones, que eran referenciales, porque decía que ella «ya no tocaría así», que aquello era fruto de otro momento y que cada momento tiene su exégesis. Esta misma pianista recibía unas ovaciones impresionantes y en muchas ocasiones se sentía mal por dentro porque sabía que había tocado mal, aunque el público opinara lo contrario. Envidio esta manera de vivir el presente, como si no hubiera un mañana, y mucho menos un pasado. No hacer ninguna concesión al pasado era fundamental para ella. Se llamaba Alicia y mi padre la oyó tocar cuando era una niña, en casa de su abuela. La de mi padre.

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