Conocían algunas obras de Marx, Bakunin, Lenin, Mao y el Che Guevara, pero no a los campesinos.

Esta sencilla frase de Sofía o el origen de todas las historias, de Rafik Schami. define muy bien las ideologías revolucionarias de los años sesenta y setenta. Los obreros y los campesinos eran el objeto de la revolución, pero los revolucionarios no eran obreros ni campesinos, eran estudiantes, intelectuales y artistas, muchos de ellos provenientes de familias burguesas. Para los escépticos en política, pero con inquietudes sociológicas, había otra vía: el hippismo libertario. El objetivo era el mismo: acabar con las clases sociales o, al menos, reducir la brecha entre ricos y pobres. Las comunas hippies eran modelos en miniatura de la colectivización socialista, el amor libre se enfrentaba al modelo heteropatriarcal y el pacifismo atacaba al capitalismo donde más le dolía: en los beneficios. “Sin guerras no hay progreso”, reza su credo, aunque sea difícil oírlo, porque hablan en susurros. A principios del siglo XXI un primer ministro laborista, Tony Blair, apoyó la Guerra de Irak y dijo en el Parlamento británico que “ese era el precio que había que pagar por la economía del bienestar”. Tanto los radicales de izquierdas como los partidarios del Flower Power estaban cargados de buenas intenciones. Si acaso, se diferenciaban en el socialismo de unos y el feroz individualismo de los otros. El caso es que si habías bebido en cualquiera de las dos fuentes, te marcaba de por vida. Yo escogí el hippismo, políticamente siempre he sido un escéptico, y acabé en una casa en ruinas, aislada, en lo alto de una colina, sin agua ni electricidad, pero con amor, marihuana, buena literatura y unas vistas impresionantes. Y todo el tiempo del mundo por delante. Hoy, cuarenta años más tarde y a pesar de un largo proceso de aburguesamiento, una parte de mí sigue ahí arriba. Es un rasgo esencial de mi personalidad, sin ese dato el retrato está incompleto.

Salman Báladi, uno de los protagonistas de la novela de Schami, escogió el otro camino, sin tener del todo claro las razones de su adoctrinamiento.

¿Por qué se había adherido a la resistencia armada? ¿Había sido una reacción ante la derrota de 1967 frente a Israel, como muchos de sus compañeros afirmaban en su caso? Si era sincero, debía contestar con toda claridad que no. Pero ¿cuál había sido la razón? Salman intentó no darse por satisfecho con consignas como “liberar la patria” y “justicia socialista”. ¿Cuántas frases hechas había empleado sin saber lo que significaban? ¿Qué aspecto tenía una realidad socialista? Los ejemplos del socialismo existentes eran horribles. Su grupo radical, Libertad Roja, rechazaba ser tanto un satélite de Moscú como de Pekín. Admiraba el modelo cubano, pero ni uno solo de sus miembros había estado en Cuba.

Detesto la palabra patriota, que a otros embriaga. Amo mi país por la misma razón que otros aman el suyo: el roce hace el cariño, pero defenderé la razón y la ética donde quiera que estén, de ese lado de la frontera o del otro.

Pero si no eran los campesinos el motivo de su intervención, ¿cuál era? La respuesta lo asustó: ideas románticas de una liberación heroica mezcladas con las concepciones cristianas del espíritu de sacrificio, la igualdad y el martirio, perfumadas con el ansia eterna de la minoría cristiana de interpretar un papel decisivo en la sociedad musulmana. No era en absoluto casualidad que los cristianos siempre fueran los primeros miembros, cuando no los fundadores, de los partidos nacionalistas y socialistas de los países árabes. Al igual que los judíos en Europa, los cristianos no sólo querían hacerse respetar en los países árabes, sino mostrar a la mayoría que pertenecían a ellos. De todo eso había nacido una mezcla explosiva que había ofuscado el cerebro de Salman y que lo había convertido en un cretino obediente y preparado para atacar.

Manipulación. Romanticismo. Épica. Anhelo de pertenencia. La misma mierda de siempre. Pero éste, en realidad, es un texto sobre el goce de la lectura. Leyendo a Rafik Schami he llegado a la conclusión, una vez más, que en los intersticios de la buena literatura está la mejor filosofía.

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