Elisabeth Förster-Nietzsche, hermana de Friederich, le compró a su madre la tutela de su hermano por 30.000 marcos. Nietzsche vivió sus últimos diez años en estado prácticamente vegetativo, después de un derrame cerebral provocado, según cuenta la leyenda, por una escena violenta a plena luz del día, en la que un cochero maltrató a su caballo en una plaza de Turín y el filósofo se abrazó llorando al cuello del animal, antes de caer fulminado. Elisabeth vivió cuarenta y cuatro años, de 1895 a 1939, de los derechos de autor generados por la obra de su hermano. Pero no se conformó con eso: la manipuló, adaptándola a su ideario fascista, y creó un monstruo. Convenció a medio mundo de que nadie como Nietzsche representaba el nacionalismo alemán y los valores de la Alemania imperial, ignorando olímpicamente el desprecio que su hermano había mostrado siempre por el nacionalismo alemán, su crítica al mito de la raza y su rechazo al militarismo. Convirtió a un hombre libre, subversivo, ateo, transgresor y mal adaptado –un poeta, más que un filósofo–, en un modelo de pensamiento único.

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