
Una voz en off nos explicó que Maria Joao Pires había sufrido un accidente, pero había insistido en cumplir su compromiso con el público de Girona. Efectivamente, apareció del brazo del director de la Orquesta del Mozarteum de Salzburg, caminando con dificultad, hasta llegar a la banqueta. Sin embargo, no se sentó enseguida, se apoyó precariamente en su instrumento y me dedicó una sonrisa relumbrante. A los demás también. En el intermedio me encontré con Marisa, una amiga muy melómana, y Mome, la directora del festival de Torroella, ambas coincidieron en que les había gustado, pero habían sufrido por ella y esa circunstancia les había impedido disfrutar plenamente del concierto. A mí me encantó, casi tanto como su sonrisa, su pelo gris cortado a lo garçon y su aparente fragilidad. ¿Quién dijo que el piano se toca con las manos? Fue maravilloso ver cómo su música se imponía a los más de treinta profesores y profesoras, pletóricos de juventud y testosterona, que forman parte de la orquesta. Les saludó, departió amigablemente, es una mujer considerada, y poco a poco fue haciéndose dueña de la situación. En realidad, lo fue desde que apareció en escena. Es verdad que hizo algún gesto de incomodidad, apenas perceptible, seguramente su lesión es de cadera, pero tocó de maravilla y si puede hacerlo mejor es porque no es de este mundo –es de otro, al que me gustaría pertenecer algún día–. Si sólo fueron destellos de lo que es capaz de hacer, bienvenidos sean, me alegro de haber estado ahí, en la fila 8, en el asiento 8, mano a mano con ella.