
La casa del poeta. Foto Maria Alzamora
A veces el título de la obra es intrascendente. Number 11, de Pollock, sería un buen ejemplo de lo que quiero decir, si no fuera porque es bastante descriptivo de la manera de hacer del artista. Modest Urgell fue un poco más lejos y titulaba algunos de sus melancólicos paisajes con un sucinto Lo de siempre. En otros casos el título lo es todo, como Un cuchillo sin mango cuya hoja se ha perdido, de Lichtenberg, una obra del siglo XVIII que los dadaístas adoptaron en el XX, porque «prefiguraba el objeto Dadá por excelencia, que existe, puesto que es objeto de una definición, pero que al mismo tiempo no es nada». En el caso del Guernica, Picasso nos da una pista para interpretarlo. Las Meninas, por su parte, es un título que funciona maravillosamente bien, a pesar de haber sido acuñado doscientos años después de la muerte de Velázquez. Hay otros que son tan buenos que casi superan a la obra, como La música callada, de Mompou, siempre me ha gustado la calidad de ese silencio, o el Retrato de un gudari llamado Odiseo, de Oteiza. Lo profundo es el aire, de Chillida, es un poema que complementa la escultura, la enriquece, y en el caso de que falle todo lo demás siempre podemos recurrir al enigmático y socorrido Sin título.