
Los grandes supermercados suelen tener una sección dedicada a libros y revistas. Deberían poner un rótulo con el aviso “Alimento Espiritual”. Es una sugerencia. Esta semana me entretuve un poco en el mío y me sorprendió ver algunos títulos notables, entre una vasta colección de bestsellers, libros de autoayuda, literatura infantil y manuales de todo tipo. Ahí, entre los libros y las revistas, encontré una colección con media docena de biografías de grandes figuras de la cultura femenina. Es un coleccionable de kiosco, para entendernos. No me pude resistir y a pesar de las apariencias –ningún libro de esta curiosa colección de tapa dura y precio ajustado lleva firma, aparte de un sucinto RBA en el lomo– eché en el carro, todavía vacío, a Simone de Beauvoir. Tuve una sensación extraña, no supe si el acto era político, transgresor o de una banalidad dolosa. Una vez en casa, me ha sorprendido lo bien escrito que está y he querido saber el nombre del autor. No ha sido fácil, finalmente lo he encontrado en la última página, en letra pequeña, junto al preceptivo copyright: Ariadna Castellarnau. Al César lo que es del César.
Las ideas, no obstante, se les daban muy bien. Ese era su punto fuerte. Simone y Sartre se dieron cuenta de que la única forma de oponerse al nacionalsocialismo alemán, por lo menos desde el punto de vista intelectual, era hacerse socialista y tratar de construir una sociedad futura basada en valores tan esenciales como la redistribución de la riqueza o el respeto a las libertades de los individuos. Fue así como fundaron un movimiento al que llamaron Socialismo y Libertad. En la misma línea de otros grupos de la Resistencia, hacían pequeñas acciones, como recorrer Francia en bicicleta eludiendo la vigilancia nazi y repartir folletos entre la población donde estaban expuestos los lineamientos de este socialismo que pretendían edificar. Para Simone aquello fue determinante. Ahora sabía que su destino estaba unido al de otros seres humanos y que el dolor o la felicidad de los demás eran también relevantes para ella, tal como sugieren aquellos versos del poeta inglés John Donne y que Ernest Hemingway usó como epígrafe en su libro Por quién doblan las campanas, en la que el autor transmite su experiencia como corresponsal de la guerra civil española a través de los ojos de un profesor de español norteamericano que lucha junto al bando republicano: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. / Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”.
Es sorprendente lo liviano que se sentía el carro, llevando todo eso dentro. No sé si es debido a la obsolescencia programada o a la calidad de los detergentes, demasiado abrasivos, pero con los años el término Socialismo ha acabado por perder gran parte de su significado original, como le pasó al cristianismo, rodeado de garrafas de agua, plátanos, pan de molde, lácteos, chocolate, queso rayado, papel higiénico, rollos de papel cocina y gel de ducha, hasta quedar sepultado bajo el peso implacable de la historia cotidiana. Al vocablo Libertad me temo que le ha pasado algo parecido, ahora abusa de esta palabra quien más la combate: la derecha reaccionaria. Antes su palabra clave era Orden, a la que seguía de cerca Autoridad, ahora es Libertad. Sin embargo ni socialistas ni liberales están por la labor de “tratar de construir una sociedad basada en valores tan esenciales como la redistribución de la riqueza o el respeto a las libertades de los individuos”, y ni Simone ni yo nos conformamos con menos. Ep!, se me olvidó el café.