En 2016 inauguré en la Fundación Vila Casas de Barcelona la mejor exposición de mi vida: L´escala de l´enteniment, dedicada a Ramon Llull. Arriesgué, tal vez demasiado, jugando con el vacío, al que dí mucho protagonismo. Había largas paredes blancas desnudas y en una de ellas, en un extremo, colgué tres papeles enmarcados con una imagen repetida y un aforismo de un evangelio apócrifo. Negué valerosamente -también con una cierta dosis de inconsciencia- la premisa que define el vacío como espacio desaprovechado. Colgué un mural de casi ocho metros de largo por dos de alto, El árbol de la ciencia, de un rojo hipnótico, e hice una instalación con cincuenta cubos de porex de alta densidad pintados de blanco, como las paredes de la sala donde la instalé. Las esculturas nunca se pintan de blanco, porque tienden a desaparecer, y el porex no es un material noble; sin embargo, con un material muy liviano pintado de blanco fui capaz de construir una obra muy potente. Naturalmente, la exposición fracasó, en el sentido de que no fue bien comprendida, y me arruiné, porque dediqué varios años de mi vida a prepararla, descuidando todo lo demás. Eso fue lo mejor de todo: viví en una nube todo ese tiempo.

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