Mientras caminaba esta mañana con Molly y Miss Brown, al amanecer, con una romántica visión del Canigó a un lado, cubierto de un manto de nieve, bañado de una luz rosada más propia del atardecer que de un amanecer, y al otro lado estallaba el día con una sinfonía wagneriana de color y fuego, iba pensando en la música y en un momento dado he hilvanado un relato prodigioso, tanto que he recurrido al móvil y me he enviado un mensaje de voz a mí mismo, en una cuenta que tengo instalada para esas epifanías. Estas transcripciones son normalmente torpes, pero a veces logro rescatar alguna idea aprovechable.

A la pregunta de cuál es mi instrumento favorito, podría responder de muchas maneras; podría decir la voz, como dijo Arantxa Aguirre en una entrevista reciente, porque es una respuesta que nos da una dimensión humana con la que podemos identificarnos; es algo incluso atávico. Podría decir el piano, porque es un instrumento prodigioso, o cualquier instrumento de cuerda: el violín, o la viola, por su poética, pero yo me inclino por una respuesta más profunda y críptica, y me disculpo por ello, porque detesto los cripticismos. Diría «la música interior», esa sería mi respuesta. Es algo que no sé si está alojado en el córtex del cerebro o en la base del diafragma, sólo sé que es algo físico, que viene de dentro y que nos convierte, aunque sea sólo por un instante, en compositor, intérprete o auditorio.

Hay una pausa, y a continuación otro mensaje que viene del camino. Se oyen las pisadas sobre la tierra y el viento, que sopla con moderación.

Cuenta la leyenda que había una pianista que daba conciertos e impartía clases magistrales por todo el mundo, y sorprendentemente recomendaba a sus alumnos que no escucharan sus grabaciones, que eran referenciales, porque decía que ella «ya no tocaría así», que aquello era fruto de otro momento y que cada momento tiene su exégesis. Esta misma pianista recibía unas ovaciones impresionantes y en muchas ocasiones se sentía mal por dentro porque sabía que había tocado mal, aunque el público opinara lo contrario. Envidio esta manera de vivir el presente, como si no hubiera un mañana, y mucho menos un pasado. No hacer ninguna concesión al pasado era fundamental para ella. Se llamaba Alicia y mi padre la oyó tocar cuando era una niña, en casa de su abuela. La de mi padre.

La moto es una Guzzi V85 TT que me dejaron probar hace un par de meses. Es un poco tosca y tiene un aire vintage, como yo, a veces es incluso antigua (glups!), como cuando la pones en marcha y se estremece como las BMW’s de hace quince o veinte años, con las que comparte el motor boxer, pero tiene una personalidad que me cautivó. Es equilibrada, aplomada, fiable, parece experimentada y no le sobran los caballos, pero tampoco le faltan. Siempre he dicho que la moto es una perfecta metáfora de la vida: el origen y el destino son irrelevantes, lo único que importa es lo que pasa por ahí en medio; en este tramo la carretera hace bajada y yo hace años que estoy de bajada. Después de una ligera curva de derechas hay un ángulo de izquierdas que conviene trazar bien, porque puede ser el último, y al fondo está la inmensidad inabarcable del mar.

La foto es de Pablo Tarrero, del verano de 2022, en mi estudio de Ordis. Me fijo en la americana, que me ha acompañado tantos años. Un día, hace unas cuantas décadas, fue mi americana favorita. Era negra, de una tela que no parecía de americana, por eso me gustaba tanto, nunca he sido de americanas. Con tejanos era el uniforme perfecto para no pensar mucho en ello. Poco a poco fue envejeciendo con una extraña dignidad, nunca se rompió, simplemente su tacto se fue haciendo más suave. No puedo evitar pensar en la piel de mi madre con noventa años, traslúcida, de una suavidad –no hay otra palabra– especial. En los estudios, los detalles con frecuencia superan las obras consideradas acabadas y captan la atención de los observadores más avezados, y los fotógrafos lo son. Las paletas, los botes de disolvente, la cinta de carrocero, el perfil del tablero con mil objetos de curiosa utilidad, un vaso convertido en recipiente y un envase de leche en polvo para bebés que utilizo para limpiar los pinceles, y mis hijos tienen ya treinta años. Una galerista neoyorquina me pidió si podía llevarse alguna de esas cosas, las coleccionaba. No recuerdo qué escogió, pero me gustó la idea. Tengo una foto de 1996 con esta americana con el Kanchenjunga detrás, en el norte de India, cerca de Darjeeling, entonces todavía no había entrado en el estudio, le gustaba viajar con mochila.

Me gusta esta foto porque transmite una verdad esencial: Alba Ventura está enfocada, los técnicos hacen su trabajo, ajenos al motivo de la convocatoria, y yo estoy desenfocado. Así es como me siento, apoyado en un atril con el logotipo del Palau de la Música / Orfeó Català. ¿Cómo he llegado hasta ahí? No importa, me va grande, como la americana, pero me esfuerzo por estar a la altura de las circunstancias. Alba tocó al final de una mesa redonda en la que un grupo de sabios, capitaneados por Jorge de Persia –el padre de la criatura, suya fue la idea de este homenaje / reconocimiento a Felip Pedrell, con motivo de su centenario–, nos enseñaron que nada sucede por casualidad, que el arte es como un río: existe el tramo que tenemos delante porque ha sido alimentado por el cauce anterior y juntos, uno y otro, contribuirán a nutrir el que viene a continuación. Si lo entendí bien, Pedrell construyó una presa de la que ha manado un torrente de creatividad musical extraordinaria: Albéniz, Falla, Granados, Gerhard…, con obras alimentadas por la tradición y el folclore, y por supuesto por el talento universal de cada uno de ellos.

Amador Vega, en una conferencia que dio en el Espai Volart, en el marco de mi exposición L’Escala de l’enteniment, dedicada a Ramon Llull, del que celebrábamos su séptimo centenario, dijo que los artistas tenemos «otra manera de decir». En aquella ocasión el protagonista era un nombre muy conocido y al mismo tiempo un perfecto desconocido. Felip Pedrell reúne las dos cualidades: es doblemente desconocido, casi nadie recuerda su nombre y su obra está sólo al alcance de unos pocos (como la de Llull).

El pequeño concierto de Alba Ventura fue inmenso, pocas veces he escuchado un concierto tan bien contextualizado. Después de lo que nos enseñaron los profesores escuchar la Mazurca de Pedrell, Granada, de Albéniz –una obra que como el resto de la Suite Española parece reservada a los bises y es una maravilla–, El Pelele, de Granados y la Danza del Molinero de Falla fue un redescubrimiento en toda regla. Pudimos apreciar las enseñanzas del maestro Pedrell detrás del espíritu de cada una de estas obras. Y de postre, flan de la casa caramelizado con un nombre exótico: Scarlatti.

Actos como el del jueves pasado contribuirán sin duda a ir enfocándome.

Homenatge a Isaac Albéniz i Alicia de Larrocha, L’Auditori, Barcelona / Foto Maria Alzamora

No entiendo el gigantesco salto entre la teatralidad del Palau de la Música, tal vez excesiva, pero cálida y acogedora, también misteriosa, y la frialdad nórdica de L’Auditori, donde no hay drama escénico, sólo una sala común bañada por la misma luz general. No hay un lugar para interpretar y otro para escuchar, todos habitamos el mismo espacio. Es irrespetuoso. En el fondo del escenario hay una monumental hornacina de madera vacía. Me cuentan que era para un órgano que no se llegó a colocar y ahí sigue, clamando a los cuatro vientos su vaciedad. No es minimalismo, es que está inacabado. Entiendo que nadie se atreve a hacer algo, porque en este tipo de equipamientos prima la gestión administrativa sobre la creativa y a los gestores les cuesta tomar decisiones. Así, los errores se perpetúan y pasan de mano en mano. Recuerdo un concierto de Jan Garbarek en el que estuve la mitad del tiempo imaginando diferentes soluciones, a cual más arriesgada, porque el reto es formidable, hasta que poco a poco la música se fue imponiendo y al final la calidad del saxofonista noruego se impuso, no sin esfuerzo. Esta semana, en el concierto de Yo-Yo Ma me pasó lo mismo; el final de la primera parte fue emocionante, con una nota deliciosamente sostenida e ingrávida que nos hizo olvidar por un momento donde estábamos, y la música venció, por fin, pero estaba agotada.

Unos días más tarde como con Jorge de Persia y Josefina Bas, del Círculo del Liceo, y su marido John, en un delicioso y bien iluminado restaurante de la calle Enric Granados. Todo muy musical. Hablamos de Pedrell, del homenaje que estamos preparando en el Palau, o como le gusta matizar a Jorge, del acto de reconocimiento a su memoria, porque poner en valor a Felip Pedrell tiene algo de reivindicación. Inevitablemente hablamos también de Yo-Yo Ma y el Auditori, del Palau, el Liceo y el drama escénico; y como si esa fuera la respuesta a tantas preguntas, aparece en la conversación la poderosa y controvertida figura de Richard Wagner. Ha sido el azar, una vez más, lo que nos ha brindado la oportunidad de incorporarlo a esta improvisada tertulia. Josefina me invitó hace unas semanas a participar en una charla en el Círculo sobre Wagner. “Un grupo de wagnerianos quiere conocerte”, me escribió. Me sorprendió, claro, pero cosas más raras me han pasado en mi larga carrera de biznieto, de modo que le respondí que pusiese día y hora, faltaría más, pero añadí que yo de Wagner no sabía nada, aparte de su heroica obstinación en el arte total, que le llevó a construir un teatro para escenificar sus obras. Esta última frase es para paladearla. Es como si yo crease un museo para exhibir mis pinturas y esculturas. Ahí lo dejo, por si hay alguien interesado. Lo que ocurrió, debería haberlo adivinado, es que Josefina se equivocó, existe alguien apellidado Alfonso que sí sabe de Wagner, pero me agradeció entre risas mi buena disposición.

Josefina y John nos hablan de Bayreuth, donde está el teatro de Wagner, inaugurado en 1876 gracias al apoyo entusiasta de Luis II de Baviera. Si lo he entendido bien, la orquesta y el director son invisibles y están de espaldas al público, de cara al escenario, que tiene una estructura envolvente que devuelve la música hacia el aforo, convenientemente filtrada, como si se tratase de un enorme instrumento musical por cuyas entrañas circulara el sonido. El teatro convertido en una enorme viola, en el interior de un piano descomunal por donde deambulan intérpretes y público. Los aficionados no van a escuchar música, ni a un artista o director en concreto, van a Bayreuth, a casa de Wagner, como el que asiste a una ceremonia de carácter iniciático. Se trata de vivir una experiencia extraordinaria, aunque últimamente parece que los programadores se pasan un poco de frenada y sus propuestas son tal vez demasiado arriesgadas, en un desesperado esfuerzo por ponerse a la altura del genio excéntrico de su antepasado y mentor (sí, la familia Wagner tiene algo que ver en todo eso). Algo así como Parsifal cogiendo el metro, para entendernos. No debe ser fácil mantener año tras año una programación tan concreta y los directores se esfuerzan para no caer en la monotonía y tratan de actualizar sus obras.

“Es como el cine antes del cine”, dice Jorge, “con el escenario iluminado y el aforo a oscuras. Antes de Wagner este claroscuro no existía”. “Las butacas son deliberadamente incómodas”, añade Josefina, “para que nadie se relaje”. El anillo del nibelungo tiene algo de Star Wars, con sus efectos especiales, sus quince horas de drama épico ininterrumpido y sus veintiséis años de gestación. Yo no puedo apreciar su calidad como sin duda se merece, debido a mis limitaciones musicales, pero hay una narrativa que sí puedo entender: ópera, teatro, escenografía, palabra, arte, transmisión. Los mitos que fascinaron al Rey Loco, como se conocía a Luis II de Baviera, debido a su carácter romántico y soñador, propenso al delirio, a mí me dan escalofríos.

¿Te gusta Wagner?, pregunto de vez en cuando para tratar de aclarar mis ideas, y ante la complejidad de las respuestas he llegado a la conclusión de que sobre todo gusta a los wagnerianos. Les apasiona. En un documental que he visto hace poco, dirigido por Kriss Rusmanis, se formula la ecuación Shakespeare + Beethoven = Wagner, sazonada con un poco de Schopenhauer, picante. Es un poco excesivo. A mí no me gusta Wagner, a pesar de que fascinó a Pedrell, Albéniz y Debussy, que de música sabían un poco más que yo, a pesar de Bayreuth y del busto del Palau. Me supera su arrogancia, su grandilocuencia y su genialidad picassiana incontestable, aparte de su lado oscuro, claro, porque Wagner no era buena persona. Albéniz y Chillida sí. Beethoven también, a su manera, gruñona, pero profundamente ética. Wagner, en un desesperado intento por salvarse a sí mismo quiso redimir a la humanidad por medio del arte, de su arte, pero permitió que el virus de la política contaminara su sueño.

Pero yo de música no entiendo, de lo que estoy bastante seguro es de que a Wagner no le gustaría L’Auditori.

Apunte de Rosa Bonheur

Cada día descubro pintoras nuevas ignoradas por la historia. Ayer fue Hedda Sterne, ninguneada nada menos que por la Escuela de Nueva York, aparentemente tan progresista. Hace ya algunos años, pero no tantos, la gran Sofonisba Anguissola, a quien Miguel Ángel admiraba más que a nadie de su generación. Hoy ha sido Rosa Bonheur, una pintora que gozó de un enorme prestigio en vida, sin embargo cuando murió cayó en el olvido, como tantas otras. La conocí gracias al algoritmo de You Tube. Algo bueno tiene que tener. De vez en cuando visito páginas sobre Vermeer y me salió una muy interesante de una argentina llamada Aldana H, que da charlas sobre arte online. En el banner vertical de la derecha apareció el enunciado: La obra ¿realista? de Rosa Bonheur. Me gustó. Tiene otra sobre Vanguardias Históricas que no me interesó tanto, pero ya se sabe que los historiadores de arte pierden un poco la cabeza cuando entran en la modernidad, y no digamos en la contemporaneidad. Pero la de Vermeer (pronúnciese Vermier) estaba muy bien y Rosa Bonheur me pareció buenísima y un caso más de injusticia de género, si fuese un hombre tendría la categoría de Ingress o Courbet.

GOD SAVE THE QUEEN, 1995, Hotel Majestic, Barcelona

La composición está inspirada en Las Meninas de Velázquez. He tomado como referencias la menina, el perro, la luz lateral y el personaje que aparece al fondo de la estancia, asomándose a la puerta (siempre me he identificado con él). El título se refiere a la feminidad, soy ferozmente republicano.

El verano de 1978 tuve una novia que tenía un velero, un Puma 26 de ocho metros de eslora, con el casco pintado de color naranja. Eso no pasa todos los días. Me invitó a navegar por Ibiza. Yo tenía experiencia en vela ligera, pero nunca había navegado en crucero. Descubrí que era más fácil de llevar que el Karisma, el viejo vaurien de madera de mi adolescencia. Ella se había sacado hacía poco el título de patrón de yate y hacíamos una buena pareja: ella era la armadora y yo el skipper. Esta foto está tomada en Formentera. Estábamos fondeados cerca de la bocana del pequeño puerto de pescadores, tan pequeño que ni siquiera nuestro velero podía entrar, debido a su calado. Cerca nuestro había fondeado un precioso ketch de doce o catorce metros; aparte de este barco, que levó anclas al anochecer, sólo vimos dos o tres llaüts regresando a puerto, con el característico ronroneo de sus viejos motores diésel mil veces remendados. El mar estaba tranquilo, plateado. En este momento nos preparábamos para ir a tierra con nuestra chalupa: un piraucho de goma muy feo, de la marca Polaris. La luz rosada del atardecer –s´hora baixa, dicen allí– acariciaba nuestros cuerpos bronceados.

Ahora hay un puerto grande y de buen calado, pintado de blanco, y en la cercana bahía de Espalmador, un lugar paradisíaco, no cabe un alma en verano, tan apretados están los veleros y los yates de todos los tamaños que van a pasar el día, y tal vez la noche, provenientes de Ibiza. El turismo ha destruido la costa mediterránea a golpe de ladrillo hasta extremos inverosímiles, utilizando un verbo temible: urbanizar. El diccionario de la RAE define urbe, la raíz del verbo, como “Ciudad, especialmente la muy populosa”. A finales de los años setenta Ibiza nos parecía ya sobreexplotada y Formentera era el último refugio. Echábamos de menos los sesenta; y en los sesenta seguro que había quien recordaba cuando en la isla no había nadie, salvo los lugareños y cuatro hippies mal contados. ¿Hay alguna generación que esté satisfecha con el tiempo que le ha tocado vivir? Recuerdo que las pocas personas que bebían cerveza, sentadas apaciblemente en la terraza del único bar del puerto, me parecieron demasiadas. Una de ellas, me enteré unos días más tarde, se llamaba Mike, era de Nueva York y había desertado para no correr el riesgo de ir a Vietnam. Me gustan los desertores. Yo lo era, en cierta forma, hacía poco que había abandonado el camino que parecía trazado para mí y me había refugiado en el Ampurdán para vivir sin compromisos, sin ataduras, sin forcejeos de ningún tipo, ansiaba simplemente fluir. Be water, my friend, repetía una y otra vez Mike, imitando la voz y el gesto de Bruce Lee. Ya entonces tenía la sensación de que llegaba un poco tarde a todo, de que el tiempo se me escapaba de las manos como la arena fina de la playa de Espalmador entre los dedos. Hubiera querido vivir veinticinco, treinta, cincuenta años antes sólo por el placer de ver aquel lugar desierto.

Acabo de terminar La curva del olvido, de Pedro Zarraluki, una novela ambientada en la Ibiza de 1968, y he recordado una época en la que solía navegar por aquellas aguas. Una de las protagonistas de la novela, una chica muy joven, dice: “Me gustaría ser sustancial”. Eso es lo que veo reflejado en esta imagen y en todas las de Ibiza de los años sesenta y setenta: el deseo de hacer algo sustancial con la vida, apartarse del camino trillado y vivir una vida paralela, lo más lejos posible de la casa paterna. También refleja la melancolía de la derrota, porque en el fondo siempre he sabido que era una batalla perdida. Pero es mi derrota.

La Creación del Sol, de la Luna y de las Plantas, Miguel Ángel, bóveda de la Capilla Sixtina

Estudios recientes parecen indicar que Miguel Ángel era autista, como Beethoven, Mozart, Kubrick, Marie Curie, Lewis Carroll, Einstein, Andy Warhol, Ludwig Wittgenstein, Bill Gates, Greta Thunberg, Anthony Hopkins, Tim Burton, Isaac Newton y Elon Musk. No, no son gente corriente. A Miguel Ángel se le atribuye la aseveración de que “veía” la obra en el bloque de mármol, antes de realizarla, y la esculpía simplemente sacando el material que sobraba. Tratándose de él es muy posible que fuera así, su cerebro funcionaba como la mente del matemático que es capaz de hacer cálculos complejos en fracciones de segundo.

Otras investigaciones apuntan que Miguel Ángel pudo formar parte de los Espirituali, una corriente clandestina progresista de la Iglesia que en su momento gozó de cierta influencia y popularidad entre la élite cultivada, los intelectuales y los artistas. Simpatizaban con algunas de las críticas de Lutero, cuya influencia en el norte de Europa crecía sin cesar, como la denuncia del tráfico de indulgencias, la ostentación vaticana y la corrupción del clero. Al frente de esta corriente que pretendía cambiar la Iglesia desde dentro estaba la poetisa Vittoria Colonna y el cardenal Reginald Pole, buenos amigos de Miguel Ángel, y frente a ellos estaba la Inquisición, al mando del cardenal Caraffa, futuro papa Pablo IV. Sí, al final ganaron los más brutos, como siempre. Pole se quedó a las puertas del papado por un solo voto y Caraffa arrasó en la siguiente votación e impuso la violencia como fórmula de coacción, llenando las cárceles de personas inteligentes acusadas de herejía, un delito de opinión.

Quinientos años más tarde Juan Pablo II sucedió a Juan Pablo I, el papa Luciani, que quería también reformar la Iglesia desde dentro. Ya sabemos lo que pasó. Quizás Reginald Pole salvó la vida por un voto. Huyó a Inglaterra, mientras Roma reclamaba su extradición para ser juzgado y condenado, como le pasa ahora mismo a Julian Assange. Aquellos fanáticos ultraconservadores no eran distintos de los de hoy y sus armas eran las mismas: la mentira, la calumnia, la codicia, el abuso de la fuerza y la defensa a ultranza del pensamiento único. No sé si puede tener alguna relación con eso, pero ahí arriba, en la bóveda de la Capilla Sixtina, en el centro de la Cristiandad, Miguel Ángel pintó nada menos que el culo de Dios. No sé cual es la explicación, pero no cabe duda de que es un hecho insólito, casi tanto como lo poco que se menciona. Yo me acabo de enterar.

La vida y la prodigiosa obra de Miguel Ángel son una fuente inagotable de anécdotas y preguntas sin respuesta, como la vida misma. En La Pietá la Virgen es más joven que Jesucristo –una madre adolescente, apenas una niña, sosteniendo el cuerpo sin vida de su hijo de treinta y tres años–, lo que nos podría llevar a identificarla con María Magdalena, la esposa y compañera convertida durante siglos en prostituta arrepentida. Oficialmente esta sorprendente juventud es una metáfora neoplatónica de la virginidad y la pureza. En la Capilla Sixtina es Adán el que coge la fruta prohibida y en la tumba de Julio II el papa yacente está de costado, como un emperador romano departiendo amigablemente con sus pares, mientras Moisés parece llevar cuernos (la interpretación oficial es que son rayos de luz) y gira la cabeza hacia el público, colérico, cuando debería estar mirando al altar.

Miguel Ángel vivió casi noventa años, en una época en la que la esperanza de vida no llegaba a la mitad de esa cifra. Esculpió La Pietá a los veinticinco años, el David –la escultura más bella de la historia– a los veintinueve y pintó la bóveda de la Capilla Sixtina entre los treinta y cinco y los treinta y siete años. Empezó La Pietá a la tierna edad de veintidós años y a lo largo de su vida hizo al menos otras tres versiones, pero ninguna de ellas alcanzó la altura de la primera, lo que parece demostrar que en materia artística la edad y la experiencia no son necesariamente una garantía de calidad. Pablo III le encargó el gran mural de El juicio final, en el ábside de la Capilla Sixtina, veinticinco años más tarde de que pintara la bóveda. Es una obra magnífica, sin duda, pero cuando pienso en la Capilla Sixtina invariablemente mi mente se dirige a la bóveda, al perfilado y la distorsión de las figuras, a su colorido y a la sensación de que aquellas escenas podrían haber sido pintadas ayer, tal es su frescura y modernidad. Las veo con nitidez. En cambio de El juicio final tengo un recuerdo vago, un poco borroso, como si la imagen estuviese desenfocada.

En la imagen, a punto de empezar la proyección de Metrópolis, de Fritz Lang, en el Festival de Torroella de Montgrí, con música en vivo a cargo de la Orquesta Sinfónica del Vallés, dirigida por Martín Matalón, autor de la banda sonora. Si sustituyéramos la marca del patrocinador por la del banco de Metrópolis –creo que sale en la película, ¿MetroBank?– formaríamos parte de la trama: las clases privilegiadas asistiendo a un espectáculo social edificante.

Me pareció que Martín Matalón había aprovechado la ocasión para hacer música ferozmente contemporánea, lo cual no deja de ser sorprendente porque la película tiene casi cien años (la banda sonora original es de Gottfried Huppertz y está inspirada en Richard Strauss y Richard Wagner). El ritmo de las imágenes es trepidante y su calidad sencillamente brutal, y la cantidad de cuestiones esenciales que aborda hace que la música para adaptarse busque registros donde no los hay y abuse de la percusión, convirtiendo incluso los instrumentos de viento y de cuerda en tambores y timbales.

En 1927, cuando se estrenó la película, el cine no había encontrado todavía un discurso narrativo propio y se asimilaba a las artes plásticas, con la música como complemento indispensable, y en esa tierra de nadie Fritz Lang hizo una película más contemporánea que diez documentas de Kassel y veinte bienales de Venecia juntas, además de inspirar otras obras maestras, como The Wall, de Pink Floyd.

Constructivismo, art decó, expresionismo, futurismo, simbolismo, romanticismo y mitología, todo encaja en un guión que muestra una desigualdad social aberrante, en la que todavía estamos, y una atmósfera irrespirable, desde el punto de vista medio ambiental. Imposible ser más moderno.

No haber visto Metrópolis es como no haber leído El Quijote, no es grave, pero te pierdes una experiencia que vale la pena.