Clara Wieck aprendió a tocar el piano antes que a hablar. Hizo suyo el aforismo de que los artistas tienen otra manera de decir. Literalmente. Podía expresarse con las manos acariciando el teclado con mayor precisión y sensibilidad que con la palabra, de modo que no se esforzó demasiado y aquellos primeros cinco años de su vida estuvieron marcados por la música, como único medio de expresión. Nunca la abandonaría. Hizo su primer concierto a los nueve años, bajo la tutela de su padre, pianista y maestro de música, y logró superar la difícil transición de niña prodigio a virtuosa intérprete, y quién sabe si maravillosa compositora, si no fuera porque muy joven se cruzó en su camino Robert Schumann, alumno de su padre, y pasó a ser Clara Shumann durante el resto de su larga vida.

¿Cuánto había de Clara en las composiciones de Robert?

¿Por qué Clara Shumann y no Robert Wieck?

Los grandes supermercados suelen tener una sección dedicada a libros y revistas. Deberían poner un rótulo con el aviso “Alimento Espiritual”. Es una sugerencia. Esta semana me entretuve un poco en el mío y me sorprendió ver algunos títulos notables, entre una vasta colección de bestsellers, libros de autoayuda, literatura infantil y manuales de todo tipo. Ahí, entre los libros y las revistas, encontré una colección con media docena de biografías de grandes figuras de la cultura femenina. Es un coleccionable de kiosco, para entendernos. No me pude resistir y a pesar de las apariencias –ningún libro de esta curiosa colección de tapa dura y precio ajustado lleva firma, aparte de un sucinto RBA en el lomo– eché en el carro, todavía vacío, a Simone de Beauvoir. Tuve una sensación extraña, no supe si el acto era político, transgresor o de una banalidad dolosa. Una vez en casa, me ha sorprendido lo bien escrito que está y he querido saber el nombre del autor. No ha sido fácil, finalmente lo he encontrado en la última página, en letra pequeña, junto al preceptivo copyright: Ariadna Castellarnau. Al César lo que es del César.

Las ideas, no obstante, se les daban muy bien. Ese era su punto fuerte. Simone y Sartre se dieron cuenta de que la única forma de oponerse al nacionalsocialismo alemán, por lo menos desde el punto de vista intelectual, era hacerse socialista y tratar de construir una sociedad futura basada en valores tan esenciales como la redistribución de la riqueza o el respeto a las libertades de los individuos. Fue así como fundaron un movimiento al que llamaron Socialismo y Libertad. En la misma línea de otros grupos de la Resistencia, hacían pequeñas acciones, como recorrer Francia en bicicleta eludiendo la vigilancia nazi y repartir folletos entre la población donde estaban expuestos los lineamientos de este socialismo que pretendían edificar. Para Simone aquello fue determinante. Ahora sabía que su destino estaba unido al de otros seres humanos y que el dolor o la felicidad de los demás eran también relevantes para ella, tal como sugieren aquellos versos del poeta inglés John Donne y que Ernest Hemingway usó como epígrafe en su libro Por quién doblan las campanas, en la que el autor transmite su experiencia como corresponsal de la guerra civil española a través de los ojos de un profesor de español norteamericano que lucha junto al bando republicano: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. / Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”.

Es sorprendente lo liviano que se sentía el carro, llevando todo eso dentro. No sé si es debido a la obsolescencia programada o a la calidad de los detergentes, demasiado abrasivos, pero con los años el término Socialismo ha acabado por perder gran parte de su significado original, como le pasó al cristianismo, rodeado de garrafas de agua, plátanos, pan de molde, lácteos, chocolate, queso rayado, papel higiénico, rollos de papel cocina y gel de ducha, hasta quedar sepultado bajo el peso implacable de la historia cotidiana. Al vocablo Libertad me temo que le ha pasado algo parecido, ahora abusa de esta palabra quien más la combate: la derecha reaccionaria. Antes su palabra clave era Orden, a la que seguía de cerca Autoridad, ahora es Libertad. Sin embargo ni socialistas ni liberales están por la labor de “tratar de construir una sociedad basada en valores tan esenciales como la redistribución de la riqueza o el respeto a las libertades de los individuos”, y ni Simone ni yo nos conformamos con menos. Ep!, se me olvidó el café.

La casa del poeta. Foto Maria Alzamora

A veces el título de la obra es intrascendente. Number 11, de Pollock, sería un buen ejemplo de lo que quiero decir, si no fuera porque es bastante descriptivo de la manera de hacer del artista. Modest Urgell fue un poco más lejos y titulaba algunos de sus melancólicos paisajes con un sucinto Lo de siempre. En otros casos el título lo es todo, como Un cuchillo sin mango cuya hoja se ha perdido, de Lichtenberg, una obra del siglo XVIII que los dadaístas adoptaron en el XX, porque «prefiguraba el objeto Dadá por excelencia, que existe, puesto que es objeto de una definición, pero que al mismo tiempo no es nada». En el caso del Guernica, Picasso nos da una pista para interpretarlo. Las Meninas, por su parte, es un título que funciona maravillosamente bien, a pesar de haber sido acuñado doscientos años después de la muerte de Velázquez. Hay otros que son tan buenos que casi superan a la obra, como La música callada, de Mompou, siempre me ha gustado la calidad de ese silencio, o el Retrato de un gudari llamado Odiseo, de Oteiza. Lo profundo es el aire, de Chillida, es un poema que complementa la escultura, la enriquece, y en el caso de que falle todo lo demás siempre podemos recurrir al enigmático y socorrido Sin título.

¿Os he hablado de cuando conocí a Jesucristo? No os riais, es francés, concretamente bretón. Vannes, verano de 1965. Me enviaron un mes a Francia para practicar el idioma. Me tocó una familia que tenía un pequeño barco de vela, como el vaurien que teníamos nosotros en Vilassar. El hijo mayor de esta familia se llamaba Yves. Debía tener unos veinte años, yo tenía trece o catorce. Salimos un día a navegar mano a mano por el golfo de Morbihan, un paraje bellísimo, salpicado de islas que provocan que el viento cambie de rumbo e intensidad a menudo. El océano estaba ahí, estábamos en él, pero no lo veíamos, parecía que navegáramos en un lago. En un momento dado, Yves sacó una pierna por la borda, luego la otra, ¡y empezó a caminar sobre el agua! Lo juro. Estábamos muy lejos de la costa. Yo estaba alucinado y él perplejo, mi cara debía de ser un poema. Me sonrió dulcemente. ¿Cómo iba a saber yo que Yves era Jesucristo?

Luego me explicaron lo de la marea. En el Mediterráneo no tenemos. Es lo más cerca que he estado nunca de una revelación divina.

Una voz en off nos explicó que Maria Joao Pires había sufrido un accidente, pero había insistido en cumplir su compromiso con el público de Girona. Efectivamente, apareció del brazo del director de la Orquesta del Mozarteum de Salzburg, caminando con dificultad, hasta llegar a la banqueta. Sin embargo, no se sentó enseguida, se apoyó precariamente en su instrumento y me dedicó una sonrisa relumbrante. A los demás también. En el intermedio me encontré con Marisa, una amiga muy melómana, y Mome, la directora del festival de Torroella, ambas coincidieron en que les había gustado, pero habían sufrido por ella y esa circunstancia les había impedido disfrutar plenamente del concierto. A mí me encantó, casi tanto como su sonrisa, su pelo gris cortado a lo garçon y su aparente fragilidad. ¿Quién dijo que el piano se toca con las manos? Fue maravilloso ver cómo su música se imponía a los más de treinta profesores y profesoras, pletóricos de juventud y testosterona, que forman parte de la orquesta. Les saludó, departió amigablemente, es una mujer considerada, y poco a poco fue haciéndose dueña de la situación. En realidad, lo fue desde que apareció en escena. Es verdad que hizo algún gesto de incomodidad, apenas perceptible, seguramente su lesión es de cadera, pero tocó de maravilla y si puede hacerlo mejor es porque no es de este mundo –es de otro, al que me gustaría pertenecer algún día–. Si sólo fueron destellos de lo que es capaz de hacer, bienvenidos sean, me alegro de haber estado ahí, en la fila 8, en el asiento 8, mano a mano con ella.

Elisabeth Förster-Nietzsche, hermana de Friederich, le compró a su madre la tutela de su hermano por 30.000 marcos. Nietzsche vivió sus últimos diez años en estado prácticamente vegetativo, después de un derrame cerebral provocado, según cuenta la leyenda, por una escena violenta a plena luz del día, en la que un cochero maltrató a su caballo en una plaza de Turín y el filósofo se abrazó llorando al cuello del animal, antes de caer fulminado. Elisabeth vivió cuarenta y cuatro años, de 1895 a 1939, de los derechos de autor generados por la obra de su hermano. Pero no se conformó con eso: la manipuló, adaptándola a su ideario fascista, y creó un monstruo. Convenció a medio mundo de que nadie como Nietzsche representaba el nacionalismo alemán y los valores de la Alemania imperial, ignorando olímpicamente el desprecio que su hermano había mostrado siempre por el nacionalismo alemán, su crítica al mito de la raza y su rechazo al militarismo. Convirtió a un hombre libre, subversivo, ateo, transgresor y mal adaptado –un poeta, más que un filósofo–, en un modelo de pensamiento único.

Waga Waga, Australia, principios de los años 80. Dave Stewart y Annie Lennox están en la habitación de su hotel, jugando con un pequeño sintetizador. Matan el tiempo mientras esperan el vuelo de regreso a Inglaterra. Están deprimidos. The Tourists, la banda con la que estaban de gira, acaba de disolverse y no saben qué rumbo tomar. Hacen sonidos de didgeridoo, un instrumento de viento de madera, tradicional de los pueblos aborígenes australianos, parecido a una enorme flauta, de un metro y medio de largo. Pinturas rupestres certifican su antigüedad en más de diez mil años. Otras fuentes hablan de cuarenta mil, el espacio temporal australiano es como el geográfico: inabarcable. La mezcla entre el sintetizador y el didgeridoo es sorprendentemente moderna. Está naciendo Sweet Dreams, el tema que los lanzará al estrellato. Del sonido ancestral del didgeridoo al techno pop, en un arranque de inspiración. El fracaso de The Tourits será el éxito de Eurythmics, nombre que le pondrán al dúo que están creando.

Los dulces sueños están hechos de esto / ¿Quién soy yo para no estar de acuerdo? / Recorro el mundo y los siete mares / Todos están buscando algo / Algunos de ellos quieren utilizarte / Algunos de ellos quieren que los utilices / Algunos de ellos quieren abusar de ti / Algunos de ellos quieren que abuses de ellos

Annie está buscando algo y parece que lo ha encontrado. Después de un coro de voz y de música electrónica en vuelo rasante, Dave frena en seco.

¡Levanta la cabeza! / Mantén la cabeza en alto / ¡Sigue adelante!

Pero ella vuelve enseguida a la carga con el poema del uso y el abuso, que lo impregnará todo. Quizás se sienta también poseída por un sonido que viene de un pasado remoto, deslizándose a lo largo del alma de un tronco de eucalipto que las termitas han vaciado; luego, hábiles artesanos lo aprovecharán para construir el preciado instrumento. Pero Sweet Dreams no nos cuenta una singular historia de colaboración entre especies, nos habla de una civilización que se caracteriza por el dominio del ser humano sobre todas las especies, en particular sobre sí mismo.

Some of them want to use you / Some of them want to get used by you / Some of them want to abuse you / Some of them want to be abused

Me imagino a un anciano yolngu en Arnhem Land, al norte de Australia, de donde es originario el didgeridoo, sentado a la sombra de un eucalipto, explicándole a su nieto que a ningún ratón se le ocurriría dedicar su vida a fabricar trampas para cazar ratones, como hace el hombre blanco.

La canción no gustó a las primeras personas que la escucharon, ni a las discográficas a las que se dirigieron, hasta que un DJ de Cleveland la pinchó en su programa de radio y el público respondió, eufórico. Entonces la industria despertó y vendieron millones de copias. Se llaman copias porque el sonido original está en algún lugar entre el desierto de Australia y Abbey Road, en el barrio de St. John’s Wood, en el norte de Londres.

Conocían algunas obras de Marx, Bakunin, Lenin, Mao y el Che Guevara, pero no a los campesinos.

Esta sencilla frase de Sofía o el origen de todas las historias, de Rafik Schami. define muy bien las ideologías revolucionarias de los años sesenta y setenta. Los obreros y los campesinos eran el objeto de la revolución, pero los revolucionarios no eran obreros ni campesinos, eran estudiantes, intelectuales y artistas, muchos de ellos provenientes de familias burguesas. Para los escépticos en política, pero con inquietudes sociológicas, había otra vía: el hippismo libertario. El objetivo era el mismo: acabar con las clases sociales o, al menos, reducir la brecha entre ricos y pobres. Las comunas hippies eran modelos en miniatura de la colectivización socialista, el amor libre se enfrentaba al modelo heteropatriarcal y el pacifismo atacaba al capitalismo donde más le dolía: en los beneficios. “Sin guerras no hay progreso”, reza su credo, aunque sea difícil oírlo, porque hablan en susurros. A principios del siglo XXI un primer ministro laborista, Tony Blair, apoyó la Guerra de Irak y dijo en el Parlamento británico que “ese era el precio que había que pagar por la economía del bienestar”. Tanto los radicales de izquierdas como los partidarios del Flower Power estaban cargados de buenas intenciones. Si acaso, se diferenciaban en el socialismo de unos y el feroz individualismo de los otros. El caso es que si habías bebido en cualquiera de las dos fuentes, te marcaba de por vida. Yo escogí el hippismo, políticamente siempre he sido un escéptico, y acabé en una casa en ruinas, aislada, en lo alto de una colina, sin agua ni electricidad, pero con amor, marihuana, buena literatura y unas vistas impresionantes. Y todo el tiempo del mundo por delante. Hoy, cuarenta años más tarde y a pesar de un largo proceso de aburguesamiento, una parte de mí sigue ahí arriba. Es un rasgo esencial de mi personalidad, sin ese dato el retrato está incompleto.

Salman Báladi, uno de los protagonistas de la novela de Schami, escogió el otro camino, sin tener del todo claro las razones de su adoctrinamiento.

¿Por qué se había adherido a la resistencia armada? ¿Había sido una reacción ante la derrota de 1967 frente a Israel, como muchos de sus compañeros afirmaban en su caso? Si era sincero, debía contestar con toda claridad que no. Pero ¿cuál había sido la razón? Salman intentó no darse por satisfecho con consignas como “liberar la patria” y “justicia socialista”. ¿Cuántas frases hechas había empleado sin saber lo que significaban? ¿Qué aspecto tenía una realidad socialista? Los ejemplos del socialismo existentes eran horribles. Su grupo radical, Libertad Roja, rechazaba ser tanto un satélite de Moscú como de Pekín. Admiraba el modelo cubano, pero ni uno solo de sus miembros había estado en Cuba.

Detesto la palabra patriota, que a otros embriaga. Amo mi país por la misma razón que otros aman el suyo: el roce hace el cariño, pero defenderé la razón y la ética donde quiera que estén, de ese lado de la frontera o del otro.

Pero si no eran los campesinos el motivo de su intervención, ¿cuál era? La respuesta lo asustó: ideas románticas de una liberación heroica mezcladas con las concepciones cristianas del espíritu de sacrificio, la igualdad y el martirio, perfumadas con el ansia eterna de la minoría cristiana de interpretar un papel decisivo en la sociedad musulmana. No era en absoluto casualidad que los cristianos siempre fueran los primeros miembros, cuando no los fundadores, de los partidos nacionalistas y socialistas de los países árabes. Al igual que los judíos en Europa, los cristianos no sólo querían hacerse respetar en los países árabes, sino mostrar a la mayoría que pertenecían a ellos. De todo eso había nacido una mezcla explosiva que había ofuscado el cerebro de Salman y que lo había convertido en un cretino obediente y preparado para atacar.

Manipulación. Romanticismo. Épica. Anhelo de pertenencia. La misma mierda de siempre. Pero éste, en realidad, es un texto sobre el goce de la lectura. Leyendo a Rafik Schami he llegado a la conclusión, una vez más, que en los intersticios de la buena literatura está la mejor filosofía.

Foto Pablo Tarrero

Estoy escribiendo un texto sobre Rosebud, la misteriosa palabra que musita Orson Welles en Ciudadano Kane, antes de expirar, en un inolvidable primer plano de los labios del protagonista. He buscado documentación sobre el tema. Es prolija. Se ha escrito mucho sobre su significado, en general referido a la infancia perdida, pero el secreto mejor guardado es que el magnate de la prensa William Randolph Hearst, el modelo principal en el que se inspiró Kane, tenía una amante, la actriz Marion Davis; pues bien, el guionista de la película, Herman Mankiewicz, y el escritor Gore Vidal afirman que Rosebud (literalmente “capullo de rosa”) era el apelativo cariñoso con el que Hearst se refería al clítoris de Marion Davis.

A Herman se lo comentó la propia Marion, los dos bebían mucho y él era un habitual en las fiestas que el gran hombre y su amiga organizaban en San Simeon. Se reían mucho, intercambiaban confidencias y Rosebud era demasiado buena para que no apareciera en alguna de aquellas veladas. Intimaron demasiado y Hearst dejó de invitarle, probablemente celoso de su protagonismo, cosa que enfureció al escritor, que tenía una lengua tan viperina como Truman Capote. Así que, cuando Welles le pidió colaboración para escribir el guión de Ciudadano Kane, se vengó. ¿Lo sabía Orson Welles? Él le dijo a Peter Bodganovich, en una célebre entrevista, que no, aunque admitió que la palabra era de Mankiewicz, pero que se trataba sólo de un recurso literario que unía la historia, el principio y el final del relato. Ni siquiera estaba satisfecho con el subterfugio y aparentemente muy poco interesado con la polémica suscitada.

Otra versión cuenta que la indiscreción llegó a oídos de Kenneth Anger, autor de la controvertida Hollywood Babilonia, que a su vez la había escuchado de labios de Louise Brooks, y este se la contó a Mankievich. Posiblemente las dos historias sean ciertas.

Por otro lado, creo que no es lo mismo crear una obra de arte –Ciudadano Kane lo es– que ostentar la exclusiva de su significado. Eso corresponde al público, que ha pagado su entrada y tiene todo el derecho a opinar. Si alguien de la tercera fila sostiene que Rosebud era un trineo que Charles Foster Kane perdió de niño, sin duda lo es. Personalmente, me quedo con la interpretación de Gore Vidal, gran escritor y guionista de Ben-Hur (maravillosa la escena gay entre Ben-Hur y Mesala, que escribió para el homófobo Charlon Heston, sin que éste se enterara), un hombre por lo general bien informado.

En definitiva, un corre, ve y dile de proporciones hollywoodienses, que demuestra, una vez más, que la anécdota es la historia.

Ya lo he hecho, quiero decir escribir sobre Rosebud.

¿Qué más puedo decir?

Hace unos días escribí un texto situado en 1980 que establecía un paralelismo entre la vida de Montgomery Marvin, protagonista de El profesor de Harvard, la novela de John Kenneth Galbraith que narra las peripecias de un economista que juguetea en el mercado de valores, y la mía propia. Pese a estar a una distancia sideral, Monty y yo tenemos en común unos estudios universitarios: Ciencias Económicas, que él terminó cum laude y yo abandoné cuando sólo me faltaba un curso para licenciarme. Él acabó en Wall Street y yo alquilando planchas de windsurf en la playa de Sant Pere Pescador; ninguno de los dos lamentó su suerte. La verdad es que tuve que dejar también el libro, me di cuenta de que por mucho que me esforzara jamás entendería el funcionamiento de la Bolsa, y eso es importante, porque estructura el relato del mundo financiero que regula nuestras vidas. Y esta mañana, recién despertado, con el libro inacabado todavía en la mesita de noche, he recordado una exposición de un famoso pintor europeo en París, hace pocos años, narrada en directo por un amigo suyo que asistió a la inauguración. El espacio tenía varios pisos, nos explicó, y en cada uno de ellos había azafatas repartiendo listas de precios –300.000 € de media por pintura–, y un secretario o secretaria para atender la demanda. Camareros uniformados ofrecían copas de champagne Dom Pérignon. El vernissage, está de más decirlo, era por rigurosa invitación. Después se sirvió una cena. El amigo común que tuvo el privilegio de asistir es un hombre de mundo; sin embargo, estaba impresionado. Tenía a su derecha a una pareja de unos cuarenta o cincuenta años que acababa de comprar una de las obras. No parecían entender mucho de arte, pero estaban entusiasmados. Nunca he estado más cerca de entender el mercado de valores.