
Childhood is destiny, la infancia es el destino, dejó escrito Freud, en una sentencia lo suficientemente amplia como para que cupiera todo: desde la herencia genética al entorno medioambiental. Orson Welles lo resumió en una palabra: Rosebud, que pronuncia con un hilo de voz su Ciudadano Kane, un instante antes de morir. El anhelo de una larga vida reducido a un primer anhelo, oculto en la infancia.
Yo apenas recuerdo mi niñez, no sé si fue feliz. Escribiendo Elogio del fracaso he encontrado momentos de mi infancia que tienen la misma intensidad que cuando se produjeron, nunca he superado la desazón o el éxtasis que llevan asociados. He narrado el éxtasis en el capítulo dedicado a mi profesor de filosofía en el Instituto Técnico Eulalia de Barcelona, cuando yo tenía quince o dieciséis años, pero no sé si vale porque técnicamente ya no era un niño. En aquel examen final, titulado Consideraciones sobre el Decálogo, está todo lo que ha pasado después. Daría cualquier cosa por leer aquellas páginas. No tengo ni idea de lo que escribí, sólo sé que fui feliz escribiendo, quizás por primera vez.
Hay otro momento que aparece de vez en cuando en el océano de mi infancia. Es perturbador, a pesar de su banalidad, o quizás debido a ella. Aquel año había pedido una bicicleta a los Reyes y estaba muy excitado. Recuerdo que especifiqué claramente qué tipo de bici quería, como la de mi amigo Jorge, una San Román plateada, de manillar abierto, eso era muy importante, no quería un manillar convencional, con las puntas cerradas. Aquel manillar plano de la bici de Jorge me fascinaba, era diferente, moderno. Llegó el día y en un rincón del salón destacaba una bicicleta Orbea reluciente, de color rojo brillante, con manillar cerrado. La bici de mi hermana era Orbea, una bici de niña, con cesta delante y redecilla de colores carenando la rueda de atrás, para que la falda no se enredara en los radios. La que me habían traído los Reyes era una cosa imponente, eso no se podía negar, una bicicleta en un piso siempre parece mayor de lo que es en realidad.
Di las gracias a los Reyes y a sus representantes, me mostré alborozado e impresionado, pero me llevé un disgusto monumental, que nadie apreció y todavía me dura. Muchos años más tarde me enteré que era la bicicleta de mi hermano mayor (soy el cuarto de cinco hermanos), que se le había quedado pequeña, tras pasar por un restaurador que la había arreglado, pintado y cromado hasta dejarla como nueva.