Hace unos días me entrevistó Helena Brillembourg para Música en contexto, una institución cultural de Buenos Aires. La entrevista forma parte de un curso sobre música clásica española, centrada en Albéniz, Falla y Granados, y a mi me han convocado como autor de Suite Albéniz, una biografía poco convencional que tiene la particularidad de haber sido escrita por un descendiente directo del compositor nacido en Camprodón. Espero que el libro merezca la pena, porque lo otro es circunstancial. Me temo que insistí mucho en eso, tal vez demasiado.

Los entrevistados solemos quedarnos con la sensación de haberlo podido hacer mejor y nos gustaría tener una segunda oportunidad, para enmendar posibles errores. No sería una buena idea, la conversación perdería espontaneidad; los que nos dedicamos al trabajo creativo sabemos que el error es un ingrediente más del proceso, como el azar. Sin defecto, a la virtud le costaría destacar. Son legendarias las notas que no tocó Arthur Rubinstein, a lo largo de su carrera; él mismo decía que podría escribir innumerables sinfonías con todas las notas que se saltó de las partituras que había interpretado.

Helena Brillembourg, por su parte, insistió en encontrar una vía entre la creatividad de mi bisabuelo y la mía, entre su música y mi pintura, escultura y escritura. Me defendí, no creo que la consanguinidad sea un valor en sí mismo, en términos creativos. Me pasa a menudo, lamento no responder a las expectativas que genera mi parentesco con un gigante de la cultura, pero así es como lo siento.

De todas maneras, si la entrevista fuera ahora, le daría una oportunidad a la proposición de Helena, aunque sólo fuera por corresponder a su amabilidad.

En un momento del encuentro le referí una anécdota, que ocurrió hace tan sólo unos días, en la que un estudiante de ciclo superior del conservatorio de Girona me preguntó “si podía darme la mano”. Un gesto enternecedor, sobre todo viniendo de alguien que acababa de interpretar Asturias. Él había estado dentro de la música de Albéniz, en un lugar, la banqueta frente al teclado del piano, que a mí me está vedado. Yo era el afortunado, en ese apretón de manos.

En Historias de Nueva York, la película que dirigieron Scorsese, Woody Allen y Coppola, una mala traducción al español del título original: Life Lessons, el corto de Scorsese lo protagoniza un más que convincente Nick Nolte, en el mejor momento de su carrera, interpretando a un pintor expresionista que necesita crear tensión emocional con su asistente –espléndida Rosanna Arquette–, para poder crear. En un momento de la película, en una inauguración en el Village neoyorquino, una chica joven se acerca al artista y le pide tocar la mano que ha pintado aquellas obras, que le parecen prodigiosas.

That is the question! Si alguien lo hiciera en una exposición mía, sin duda lo encontraría excesivo, pero al menos los cuadros los habría pintado yo.

¿Qué he hecho yo para merecerlo, en el caso de Albéniz? Nada.

Pero he hablado de darle una oportunidad, a la propuesta de Helena. La genética es un misterio. Dos hermanos o hermanas que se llevan un año crecen en el mismo entorno y tienen personalidades muy distintas. La diferencia no es, pues, educacional, han tenido las mismas circunstancias, lo que las distingue es un código misterioso e indescifrable: la genética.

A Albéniz le encantaba la pintura y la escultura. Desde muy joven era un visitante asiduo a museos, galerías y estudios, y cuando se lo pudo permitir fue un gran coleccionista. Decía que en otra vida le gustaría ser pintor. A mí me gustaría tocar el piano. Mi padre pintaba, y lo hacía muy bien, aunque nunca se dedicó profesionalmente a ello. Yo sí. Hizo algunas exposiciones, espoleado por amigos y aficionados que valoraban su trabajo. En una ocasión, viajamos juntos a Palma de Mallorca, donde nació, y le acompañé al panteón donde están enterrados sus padres, Enriqueta Albéniz y Vicente Alzamora; y ahí, sobre el pequeño altar, dejó un catálogo de su última exposición. Con este gesto continuó una conversación con su madre que tuvieron muchos años atrás, porque ella murió muy joven. Enriqueta veía con buenos ojos la afición a la pintura de su hijo Alfonso. De alguna manera completaba la de su padre y el talento de su hermana Laura, una excelente artista.

Un día le dije a mi padre: “Yo he hecho lo que tú no pudiste hacer”.

Poco después de presentar Suite Albéniz en Madrid, en 2018, fui al panteón donde ahora reposa él para dejar un ejemplar en el altar.

En 2016 inauguré en la Fundación Vila Casas de Barcelona la mejor exposición de mi vida: L´escala de l´enteniment, dedicada a Ramon Llull. Arriesgué, tal vez demasiado, jugando con el vacío, al que dí mucho protagonismo. Había largas paredes blancas desnudas y en una de ellas, en un extremo, colgué tres papeles enmarcados con una imagen repetida y un aforismo de un evangelio apócrifo. Negué valerosamente -también con una cierta dosis de inconsciencia- la premisa que define el vacío como espacio desaprovechado. Colgué un mural de casi ocho metros de largo por dos de alto, El árbol de la ciencia, de un rojo hipnótico, e hice una instalación con cincuenta cubos de porex de alta densidad pintados de blanco, como las paredes de la sala donde la instalé. Las esculturas nunca se pintan de blanco, porque tienden a desaparecer, y el porex no es un material noble; sin embargo, con un material muy liviano pintado de blanco fui capaz de construir una obra muy potente. Naturalmente, la exposición fracasó, en el sentido de que no fue bien comprendida, y me arruiné, porque dediqué varios años de mi vida a prepararla, descuidando todo lo demás. Eso fue lo mejor de todo: viví en una nube todo ese tiempo.

Hace muchos años, en el principio de los tiempos, abandoné el hippismo libertario y asumí mi condición de artista, que se había manifestado ya en mi más tierna infancia. Siempre he dibujado bien. La profesión de pintor, si es que tal cosa existe, me escogió. Ni siquiera me gustaba la palabra artista –sigue sin gustarme, aunque no tengo nada en contra de ella– y no me atraía que me definiera profesionalmente. Finalmente, llegué a un pacto conmigo mismo: pasado un cierto tiempo y alcanzado un cierto reconocimiento lo dejaría todo y me dedicaría a jugar al ajedrez, como hizo Duchamp en la cúspide de su carrera. Claro que yo no soy Duchamp, pero ¿qué importa?

Tampoco sé jugar al ajedrez.

En cuanto al reconocimiento, no soy nadie, mi nombre no suena, ni siquiera en mi entorno más próximo, mucho menos en el contexto internacional, donde brillan otros. Conozco a algunos de ellos. Sin embargo, tengo obra colgada en domicilios particulares (son los mejores coleccionistas) en Barcelona, Madrid, Valencia, Seattle, Nueva York, Miami, Estambul, Beirut, Londres, Sao Paulo, Ginebra, Lausanne, Bruselas, La Haya, Zürich, París y Dubai, he expuesto en muchas de estas ciudades y tengo obra también en museos y fundaciones; y he plantado obra pública en algunos lugares emblemáticos, como L’Auditori de Barcelona, el campus de la Universitat Pompeu Fabra y el centro de Salou. Pero, sobre todo, me doy cuenta ahora, he vivido de la pintura durante varias décadas. Conociéndome, eso es poco menos que milagroso, porque nunca he sabido tomar las mejores decisiones.

Bien, con reconocimiento o sin él llegó el momento y la palabra ha sustituido a la imagen. «Donde acaba la imagen empieza la filosofía», le dice Narciso a Goldmundo, en la novela homónima de Hermann Hesse. He escrito un ensayo sobre arte contemporáneo, titulado Elogio del fracaso. «No es un ensayo, en el sentido académico del término», le expliqué hace unos días a Jordi Isern en el Palau de l’Abadia, de Sant Joan de les Abadesses, donde coincidimos en la inauguración de una exposición de Gerard Sala. No nos conocíamos personalmente, aunque yo conozco su trabajo y él el mío, creo. Jordi hizo una exposición impresionante en el antiguo refugio antiaéreo de Girona. El adjetivo no es calificativo, o no sólo eso, es descriptivo.

No hacía falta la aclaración. «Yo voy cada día al estudio a fracasar», me dijo, rápido como una centella.

Clara Wieck aprendió a tocar el piano antes que a hablar. Hizo suyo el aforismo de que los artistas tienen otra manera de decir. Literalmente. Podía expresarse con las manos acariciando el teclado con mayor precisión y sensibilidad que con la palabra, de modo que no se esforzó demasiado y aquellos primeros cinco años de su vida estuvieron marcados por la música, como único medio de expresión. Nunca la abandonaría. Hizo su primer concierto a los nueve años, bajo la tutela de su padre, pianista y maestro de música, y logró superar la difícil transición de niña prodigio a virtuosa intérprete, y quién sabe si maravillosa compositora, si no fuera porque muy joven se cruzó en su camino Robert Schumann, alumno de su padre, y pasó a ser Clara Shumann durante el resto de su larga vida.

¿Cuánto había de Clara en las composiciones de Robert?

¿Por qué Clara Shumann y no Robert Wieck?

Los grandes supermercados suelen tener una sección dedicada a libros y revistas. Deberían poner un rótulo con el aviso “Alimento Espiritual”. Es una sugerencia. Esta semana me entretuve un poco en el mío y me sorprendió ver algunos títulos notables, entre una vasta colección de bestsellers, libros de autoayuda, literatura infantil y manuales de todo tipo. Ahí, entre los libros y las revistas, encontré una colección con media docena de biografías de grandes figuras de la cultura femenina. Es un coleccionable de kiosco, para entendernos. No me pude resistir y a pesar de las apariencias –ningún libro de esta curiosa colección de tapa dura y precio ajustado lleva firma, aparte de un sucinto RBA en el lomo– eché en el carro, todavía vacío, a Simone de Beauvoir. Tuve una sensación extraña, no supe si el acto era político, transgresor o de una banalidad dolosa. Una vez en casa, me ha sorprendido lo bien escrito que está y he querido saber el nombre del autor. No ha sido fácil, finalmente lo he encontrado en la última página, en letra pequeña, junto al preceptivo copyright: Ariadna Castellarnau. Al César lo que es del César.

Las ideas, no obstante, se les daban muy bien. Ese era su punto fuerte. Simone y Sartre se dieron cuenta de que la única forma de oponerse al nacionalsocialismo alemán, por lo menos desde el punto de vista intelectual, era hacerse socialista y tratar de construir una sociedad futura basada en valores tan esenciales como la redistribución de la riqueza o el respeto a las libertades de los individuos. Fue así como fundaron un movimiento al que llamaron Socialismo y Libertad. En la misma línea de otros grupos de la Resistencia, hacían pequeñas acciones, como recorrer Francia en bicicleta eludiendo la vigilancia nazi y repartir folletos entre la población donde estaban expuestos los lineamientos de este socialismo que pretendían edificar. Para Simone aquello fue determinante. Ahora sabía que su destino estaba unido al de otros seres humanos y que el dolor o la felicidad de los demás eran también relevantes para ella, tal como sugieren aquellos versos del poeta inglés John Donne y que Ernest Hemingway usó como epígrafe en su libro Por quién doblan las campanas, en la que el autor transmite su experiencia como corresponsal de la guerra civil española a través de los ojos de un profesor de español norteamericano que lucha junto al bando republicano: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. / Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”.

Es sorprendente lo liviano que se sentía el carro, llevando todo eso dentro. No sé si es debido a la obsolescencia programada o a la calidad de los detergentes, demasiado abrasivos, pero con los años el término Socialismo ha acabado por perder gran parte de su significado original, como le pasó al cristianismo, rodeado de garrafas de agua, plátanos, pan de molde, lácteos, chocolate, queso rayado, papel higiénico, rollos de papel cocina y gel de ducha, hasta quedar sepultado bajo el peso implacable de la historia cotidiana. Al vocablo Libertad me temo que le ha pasado algo parecido, ahora abusa de esta palabra quien más la combate: la derecha reaccionaria. Antes su palabra clave era Orden, a la que seguía de cerca Autoridad, ahora es Libertad. Sin embargo ni socialistas ni liberales están por la labor de “tratar de construir una sociedad basada en valores tan esenciales como la redistribución de la riqueza o el respeto a las libertades de los individuos”, y ni Simone ni yo nos conformamos con menos. Ep!, se me olvidó el café.

La casa del poeta. Foto Maria Alzamora

A veces el título de la obra es intrascendente. Number 11, de Pollock, sería un buen ejemplo de lo que quiero decir, si no fuera porque es bastante descriptivo de la manera de hacer del artista. Modest Urgell fue un poco más lejos y titulaba algunos de sus melancólicos paisajes con un sucinto Lo de siempre. En otros casos el título lo es todo, como Un cuchillo sin mango cuya hoja se ha perdido, de Lichtenberg, una obra del siglo XVIII que los dadaístas adoptaron en el XX, porque «prefiguraba el objeto Dadá por excelencia, que existe, puesto que es objeto de una definición, pero que al mismo tiempo no es nada». En el caso del Guernica, Picasso nos da una pista para interpretarlo. Las Meninas, por su parte, es un título que funciona maravillosamente bien, a pesar de haber sido acuñado doscientos años después de la muerte de Velázquez. Hay otros que son tan buenos que casi superan a la obra, como La música callada, de Mompou, siempre me ha gustado la calidad de ese silencio, o el Retrato de un gudari llamado Odiseo, de Oteiza. Lo profundo es el aire, de Chillida, es un poema que complementa la escultura, la enriquece, y en el caso de que falle todo lo demás siempre podemos recurrir al enigmático y socorrido Sin título.

¿Os he hablado de cuando conocí a Jesucristo? No os riais, es francés, concretamente bretón. Vannes, verano de 1965. Me enviaron un mes a Francia para practicar el idioma. Me tocó una familia que tenía un pequeño barco de vela, como el vaurien que teníamos nosotros en Vilassar. El hijo mayor de esta familia se llamaba Yves. Debía tener unos veinte años, yo tenía trece o catorce. Salimos un día a navegar mano a mano por el golfo de Morbihan, un paraje bellísimo, salpicado de islas que provocan que el viento cambie de rumbo e intensidad a menudo. El océano estaba ahí, estábamos en él, pero no lo veíamos, parecía que navegáramos en un lago. En un momento dado, Yves sacó una pierna por la borda, luego la otra, ¡y empezó a caminar sobre el agua! Lo juro. Estábamos muy lejos de la costa. Yo estaba alucinado y él perplejo, mi cara debía de ser un poema. Me sonrió dulcemente. ¿Cómo iba a saber yo que Yves era Jesucristo?

Luego me explicaron lo de la marea. En el Mediterráneo no tenemos. Es lo más cerca que he estado nunca de una revelación divina.

Una voz en off nos explicó que Maria Joao Pires había sufrido un accidente, pero había insistido en cumplir su compromiso con el público de Girona. Efectivamente, apareció del brazo del director de la Orquesta del Mozarteum de Salzburg, caminando con dificultad, hasta llegar a la banqueta. Sin embargo, no se sentó enseguida, se apoyó precariamente en su instrumento y me dedicó una sonrisa relumbrante. A los demás también. En el intermedio me encontré con Marisa, una amiga muy melómana, y Mome, la directora del festival de Torroella, ambas coincidieron en que les había gustado, pero habían sufrido por ella y esa circunstancia les había impedido disfrutar plenamente del concierto. A mí me encantó, casi tanto como su sonrisa, su pelo gris cortado a lo garçon y su aparente fragilidad. ¿Quién dijo que el piano se toca con las manos? Fue maravilloso ver cómo su música se imponía a los más de treinta profesores y profesoras, pletóricos de juventud y testosterona, que forman parte de la orquesta. Les saludó, departió amigablemente, es una mujer considerada, y poco a poco fue haciéndose dueña de la situación. En realidad, lo fue desde que apareció en escena. Es verdad que hizo algún gesto de incomodidad, apenas perceptible, seguramente su lesión es de cadera, pero tocó de maravilla y si puede hacerlo mejor es porque no es de este mundo –es de otro, al que me gustaría pertenecer algún día–. Si sólo fueron destellos de lo que es capaz de hacer, bienvenidos sean, me alegro de haber estado ahí, en la fila 8, en el asiento 8, mano a mano con ella.

Elisabeth Förster-Nietzsche, hermana de Friederich, le compró a su madre la tutela de su hermano por 30.000 marcos. Nietzsche vivió sus últimos diez años en estado prácticamente vegetativo, después de un derrame cerebral provocado, según cuenta la leyenda, por una escena violenta a plena luz del día, en la que un cochero maltrató a su caballo en una plaza de Turín y el filósofo se abrazó llorando al cuello del animal, antes de caer fulminado. Elisabeth vivió cuarenta y cuatro años, de 1895 a 1939, de los derechos de autor generados por la obra de su hermano. Pero no se conformó con eso: la manipuló, adaptándola a su ideario fascista, y creó un monstruo. Convenció a medio mundo de que nadie como Nietzsche representaba el nacionalismo alemán y los valores de la Alemania imperial, ignorando olímpicamente el desprecio que su hermano había mostrado siempre por el nacionalismo alemán, su crítica al mito de la raza y su rechazo al militarismo. Convirtió a un hombre libre, subversivo, ateo, transgresor y mal adaptado –un poeta, más que un filósofo–, en un modelo de pensamiento único.

Waga Waga, Australia, principios de los años 80. Dave Stewart y Annie Lennox están en la habitación de su hotel, jugando con un pequeño sintetizador. Matan el tiempo mientras esperan el vuelo de regreso a Inglaterra. Están deprimidos. The Tourists, la banda con la que estaban de gira, acaba de disolverse y no saben qué rumbo tomar. Hacen sonidos de didgeridoo, un instrumento de viento de madera, tradicional de los pueblos aborígenes australianos, parecido a una enorme flauta, de un metro y medio de largo. Pinturas rupestres certifican su antigüedad en más de diez mil años. Otras fuentes hablan de cuarenta mil, el espacio temporal australiano es como el geográfico: inabarcable. La mezcla entre el sintetizador y el didgeridoo es sorprendentemente moderna. Está naciendo Sweet Dreams, el tema que los lanzará al estrellato. Del sonido ancestral del didgeridoo al techno pop, en un arranque de inspiración. El fracaso de The Tourits será el éxito de Eurythmics, nombre que le pondrán al dúo que están creando.

Los dulces sueños están hechos de esto / ¿Quién soy yo para no estar de acuerdo? / Recorro el mundo y los siete mares / Todos están buscando algo / Algunos de ellos quieren utilizarte / Algunos de ellos quieren que los utilices / Algunos de ellos quieren abusar de ti / Algunos de ellos quieren que abuses de ellos

Annie está buscando algo y parece que lo ha encontrado. Después de un coro de voz y de música electrónica en vuelo rasante, Dave frena en seco.

¡Levanta la cabeza! / Mantén la cabeza en alto / ¡Sigue adelante!

Pero ella vuelve enseguida a la carga con el poema del uso y el abuso, que lo impregnará todo. Quizás se sienta también poseída por un sonido que viene de un pasado remoto, deslizándose a lo largo del alma de un tronco de eucalipto que las termitas han vaciado; luego, hábiles artesanos lo aprovecharán para construir el preciado instrumento. Pero Sweet Dreams no nos cuenta una singular historia de colaboración entre especies, nos habla de una civilización que se caracteriza por el dominio del ser humano sobre todas las especies, en particular sobre sí mismo.

Some of them want to use you / Some of them want to get used by you / Some of them want to abuse you / Some of them want to be abused

Me imagino a un anciano yolngu en Arnhem Land, al norte de Australia, de donde es originario el didgeridoo, sentado a la sombra de un eucalipto, explicándole a su nieto que a ningún ratón se le ocurriría dedicar su vida a fabricar trampas para cazar ratones, como hace el hombre blanco.

La canción no gustó a las primeras personas que la escucharon, ni a las discográficas a las que se dirigieron, hasta que un DJ de Cleveland la pinchó en su programa de radio y el público respondió, eufórico. Entonces la industria despertó y vendieron millones de copias. Se llaman copias porque el sonido original está en algún lugar entre el desierto de Australia y Abbey Road, en el barrio de St. John’s Wood, en el norte de Londres.