El único periodo de mi vida en el que me interesó la corbata fue la adolescencia. A los diecisiete años le encargué al sastre de mi padre un traje completo, con chaleco, de un color imposible, marrón, tirando a claro, hoy lo llamarían toffee, de un tejido un poco brillante. Era horroroso, pero mis padres estaban encantados. “El chico está encauzado”, oí decir a mi padre. El día que lo estrené me caí, cuan largo era, en el cruce de Paseo de Gracia y Mallorca, delante del Drugstore. Un perro de buen tamaño se metió entre mis piernas, persiguiendo algo. Lo encontró: era mi vergüenza. Si hubiera ido vestido normal no habría sido tan bochornoso, pero un crío disfrazado de hombre con un traje brillante llama la atención, con perro y sin él. Me sacudí el polvo con torpeza y emprendí una retirada poco digna. Me ardía la cara. Es el único recuerdo que tengo del único traje con chaleco que he tenido en mi vida.
En este caso la primera vez fue también la última. En el caso de Paula no, afortunadamente. Mis escarceos amorosos habían sido bastante numerosos, para la edad que tenía, pero por alguna razón me costaba llegar hasta el final. Tenía dieciocho años y estaba desesperado por perder la virginidad. Paula no creo que llegara a los veinticinco, o quizás sí, nunca he sido bueno calculando edades, pero había estado casada y frecuentaba Bocaccio, donde la conocí. Yo iba allí porque era pobre y tenía un primo rico, que me quería mucho y puso a mi disposición una botella de Johnnie Walker etiqueta negra, de la que solo podíamos disponer nosotros dos y nuestros invitados. Luego se pasó a Vat 69, pero los usuarios seguimos siendo los mismos. Yo no tenía un céntimo, invitaba a alguna amiga, íbamos a Bocaccio, que era lo máximo, el portero me conocía (mi primo era muy popular y yo era simpático), y pasábamos la tarde. A veces íbamos solos, mi primo y yo, sobre todo de noche. Paula había sido amante de un popular cantante de rock y su marido era extranjero. Si quería impresionarme, lo consiguió. Para mí, era una mujer madura y experimentada. Un día me citó en su casa, en una calle del Ensanche, no recuerdo cual. No me acuerdo de casi nada, y fue la primera vez. Me cuesta evocar el acto físico, en todos los casos, en todas mis relaciones, en cambio tengo buena memoria para los detalles poco importantes. Estaba muy nervioso. Llamé a la puerta, después de un leve titubeo. En una ocasión, el año anterior, había ido a una fiesta un sábado por la tarde y en la puerta de la casa donde se celebraba me quedé parado en el rellano, oyendo las risas y la música en el interior, y sufrí un ataque de pánico. Me fui. Pero esta vez tenía clarísimo que aquello no iba a pasar. Paula abrió la puerta. No sé lo que llevaba puesto, y no debía ser cualquier cosa. El corazón me latía a doscientos kilómetros por hora, pero aguanté el tipo, o eso me pareció, mientras observaba alucinado una escenografía muy cuidada. Todo el piso estaba en penumbra, iluminado por multitud de velas. El cuarto de baño era una maravilla, la bañera estaba llena y rebosaba espuma. Paula tenía los dientes irregulares y un cuerpo esbelto. Sonreía siempre. Ininterrumpidamente. Era muy joven, pero yo no lo sabía. No debió ser glorioso, porque no repetimos. ¿O sí? Quizás una vez más, o dos. Tampoco recuerdo eso. Vaya desastre de primera vez. Sólo me viene a la memoria un cierto temor, porque el ex marido estaba y no estaba presente, y una palmada en el trasero que me propinó en la barra de abajo de Bocaccio, unas cuantas semanas más tarde, en un arranque de deseo que no tuvo respuesta. No supe reaccionar. Si acaso, sonreí.
Se lo expliqué a mi primo, claro, y a alguien más, un amigo circunstancial, un chico de nuestra edad que leía mucho. Aunque no la conocía, me explicó que lo más probable es que ella estuviera casada, pasando una crisis, y yo hubiera sido un simple pasatiempo. Yo estaba encantado con esta versión.