El único periodo de mi vida en el que me interesó la corbata fue la adolescencia. A los diecisiete años le encargué al sastre de mi padre un traje completo, con chaleco, de un color imposible, marrón, tirando a claro, hoy lo llamarían toffee, de un tejido un poco brillante. Era horroroso, pero mis padres estaban encantados. “El chico está encauzado”, oí decir a mi padre. El día que lo estrené me caí, cuan largo era, en el cruce de Paseo de Gracia y Mallorca, delante del Drugstore. Un perro de buen tamaño se metió entre mis piernas, persiguiendo algo. Lo encontró: era mi vergüenza. Si hubiera ido vestido normal no habría sido tan bochornoso, pero un crío disfrazado de hombre con un traje brillante llama la atención, con perro y sin él. Me sacudí el polvo con torpeza y emprendí una retirada poco digna. Me ardía la cara. Es el único recuerdo que tengo del único traje con chaleco que he tenido en mi vida.

En este caso la primera vez fue también la última. En el caso de Paula no, afortunadamente. Mis escarceos amorosos habían sido bastante numerosos, para la edad que tenía, pero por alguna razón me costaba llegar hasta el final. Tenía dieciocho años y estaba desesperado por perder la virginidad. Paula no creo que llegara a los veinticinco, o quizás sí, nunca he sido bueno calculando edades, pero había estado casada y frecuentaba Bocaccio, donde la conocí. Yo iba allí porque era pobre y tenía un primo rico, que me quería mucho y puso a mi disposición una botella de Johnnie Walker etiqueta negra, de la que solo podíamos disponer nosotros dos y nuestros invitados. Luego se pasó a Vat 69, pero los usuarios seguimos siendo los mismos. Yo no tenía un céntimo, invitaba a alguna amiga, íbamos a Bocaccio, que era lo máximo, el portero me conocía (mi primo era muy popular y yo era simpático), y pasábamos la tarde. A veces íbamos solos, mi primo y yo, sobre todo de noche. Paula había sido amante de un popular cantante de rock y su marido era extranjero. Si quería impresionarme, lo consiguió. Para mí, era una mujer madura y experimentada. Un día me citó en su casa, en una calle del Ensanche, no recuerdo cual. No me acuerdo de casi nada, y fue la primera vez. Me cuesta evocar el acto físico, en todos los casos, en todas mis relaciones, en cambio tengo buena memoria para los detalles poco importantes. Estaba muy nervioso. Llamé a la puerta, después de un leve titubeo. En una ocasión, el año anterior, había ido a una fiesta un sábado por la tarde y en la puerta de la casa donde se celebraba me quedé parado en el rellano, oyendo las risas y la música en el interior, y sufrí un ataque de pánico. Me fui. Pero esta vez tenía clarísimo que aquello no iba a pasar. Paula abrió la puerta. No sé lo que llevaba puesto, y no debía ser cualquier cosa. El corazón me latía a doscientos kilómetros por hora, pero aguanté el tipo, o eso me pareció, mientras observaba alucinado una escenografía muy cuidada. Todo el piso estaba en penumbra, iluminado por multitud de velas. El cuarto de baño era una maravilla, la bañera estaba llena y rebosaba espuma. Paula tenía los dientes irregulares y un cuerpo esbelto. Sonreía siempre. Ininterrumpidamente. Era muy joven, pero yo no lo sabía. No debió ser glorioso, porque no repetimos. ¿O sí? Quizás una vez más, o dos. Tampoco recuerdo eso. Vaya desastre de primera vez. Sólo me viene a la memoria un cierto temor, porque el ex marido estaba y no estaba presente, y una palmada en el trasero que me propinó en la barra de abajo de Bocaccio, unas cuantas semanas más tarde, en un arranque de deseo que no tuvo respuesta. No supe reaccionar. Si acaso, sonreí.

Se lo expliqué a mi primo, claro, y a alguien más, un amigo circunstancial, un chico de nuestra edad que leía mucho. Aunque no la conocía, me explicó que lo más probable es que ella estuviera casada, pasando una crisis, y yo hubiera sido un simple pasatiempo. Yo estaba encantado con esta versión.

Hace tiempo que me cuesta encontrar libros buenos, de esos que te hacen mejor persona. Compro mucho, lo empiezo todo y acabo sólo un veinte o un treinta por ciento, y me parece que estoy siendo generoso. Recuerdo con añoranza cómo en la adolescencia y la juventud devoraba literatura en ingentes cantidades. Pasada la explosión inicial, en la que cualquier cosa impresa tenía el don de llevarme lejos de una realidad asfixiante, como era el franquismo en el que crecí, tuve la suerte de que irrumpiera el boom iberoamericano y fue una fuente inagotable de placer, como los “expatriados místicos británicos de California del Sur”, encabezados por Huxley y Watts, y los alemanes, rusos, italianos y españoles. ¿Soy yo el que ha cambiado, o es la literatura? Tengo siempre la mesita de noche repleta de libros empezados, que voy renovando cada pocas semanas. En general son buenas ideas, planteamientos interesantes, a veces geniales –si no, no los hubiera comprado–, pero se me caen de las manos al cabo de unas cuantas páginas, cuando me doy cuenta de que se han quedado en la idea y la han escrito apresuradamente, como si tuvieran miedo de que alguien se la arrebatara. Hay un periodo en la gestación de una obra de arte que es muy importante: el reposo. Dejar reposar la pintura, el libreto, el proyecto de escultura pública, el manuscrito, y cogerlo de nuevo “cuando ha dejado de ser hijo para ser sobrino”, en acertada expresión de una amiga mía, escritora y periodista. Pero el reposo y la posterior relectura no son habituales, se impone el ruido mediático y la velocidad.

La literatura tiene muchos géneros, la mayoría tipificados, pero hay unos cuantos a los que todavía no se les ha puesto etiqueta. Hace unas semanas me preguntaron qué era lo mejor que había leído este año. No encontré la respuesta en la mesita de noche de los últimos meses, por más que me esforcé, y respondí lo primero que me vino a la cabeza: unas líneas de un artículo sobre Mario Camus en La Vanguardia. Sin duda es lo mejor que he leído últimamente. Y son sólo unas líneas.

Busco el artículo en la mesa del estudio. Es de Gustavo Martín Garzo, del 19 de septiembre de 2021 y se titula Los héroes tristes de los relatos eternos. Hay un párrafo de una belleza impresionante y de una profundidad insondable:

Las sobremesas se prolongaban hasta bien entrada la tarde, y en ellas no cesaba de contarnos sabrosas anécdotas. Recuerdo una de ellas. Televisión Española le contrató para hacer un documental sobre la vida en un convento de clausura. Terminado el rodaje, quiso enseñárselo a las monjas para ver si les parecía bien. Y durante la proyección, una de ellas no paró de llorar. Antes de irse, pidió hablar con ella y le preguntó por la razón de su incontenible llanto. Y la monja le contó que había entrado en el convento siendo muy joven, y que llevaba cuarenta años sin moverse de allí. En todo ese tiempo no había visto su rostro (en aquel convento no tenían espejos), y ahora las imágenes de su película le devolvían no el rostro de la muchacha que fue al hacer sus votos, si no el de una monja vieja y triste en la que no se reconocía. Y se preguntaba qué habría sido de aquella niña.

Cuando voy a ver una buena exposición me entran ganas de pintar. Hoy, después de asistir a la presentación de La dansa dels dies, de Àlex Susanna, de vuelta a casa me he puesto a escribir.

Si tuviera que resumirlo en una frase (afortunadamente no tengo por qué hacerlo) diría que si la lectura de un libro no me hace mejor persona no me interesa.

Y hay otra reflexión, que me persigue hace tiempo, que he recordado nada más empezar el libro, hace un par de días: Àlex tiene alma de poeta, como dice Vicenç Villatoro, presentador del acto, y como tal se acerca a los pintores, escultores y músicos convirtiendo sus imágenes, formas y sonidos en personajes literarios. Pocos llegan a ser su obra. Los escritores, seguramente, Stravinsky, tal vez. Leyendo lo que cuenta de Claramunt, por ejemplo, no puedo evitar leer la exposición, más que verla, convertido al autor en el protagonista de una novela. Muy buena, por cierto. No sé si me explico.

No quisiera que se interpretara como un defecto, hipermétrope, es una virtud: todo lo que toca lo convierte en literatura. Lo ha dicho él, esta tarde.

Amador Vega, en la introducción que escribió para mi catálogo sobre la exposición de Ramon Llull, en la Fundació Vila Casas, dice que los artistas tienen otra forma de ver, y por supuesto de hacer. Ni mejor ni peor, diferente. Amador se refiere a sí mismo: no pensamos, ni vemos, ni hacemos igual.

Àlex tampoco.

Lo que quiero decir es que la suya es una historia de la cultura contada por un poeta y la mía, y perdón por inmiscuirme una vez más en el relato, es la misma historia contada por un pintor. Àlex tiene alma de poeta y yo de pintor; él se explica con un ritmo, color, cadencia, sonoridad y adjetivización más propios de la métrica que de la narrativa convencional. Yo, en cambio, puedo ofrecer una espacialidad que él a lo mejor no tiene, porque no es escultor. Àlex Susanna escribe un largo poema, titulado La historia del mundo contada por un poeta; y yo, cuando escribo, pinto. De hecho, escribo en el estudio, rodeado de pinturas y esculturas, que tienen el mismo valor que los libros. Son libros.

Àlex es un escritor catalán y está orgulloso de serlo, lo que es un sentimiento noble. En el transcurso de su intervención ha dicho algo así como que Catalunya, a pesar de ser un país geográficamente pequeño, es culturalmente tan potente que tiene más oficiantes que feligreses. De pie, en una sala abarrotada, al lado de Xavier Serra de Rivera, con quien coincidimos también hace algunos años en un acto de Àlex Susanna, en aquel caso entrevistando a J.F. Ybars, en el Museo Picasso, he pensado en Isaac Albéniz, cuando dijo que quería «hacer música española con acento universal» y sentó las bases de «la escuela catalana de piano», siguiendo la senda abierta por Felip Pedrell, con su buen amigo Enric Granados al lado. O lo que es lo mismo, Girona, Tarragona y Lérida y, en el centro, Barcelona y París. Siempre nos quedará París.

Albéniz escribió la historia de la cultura contada por un músico, porque tenía alma de músico.

La lectura de los dietarios de Àlex Susanna es fascinante porque es poesía desde la primera a la última palabra.

¡Y todavía no he leído el libro!

Captura de pantalla de la web http://www.alfonsoalzamora.com

Una nueva versión de un texto que voy puliendo, poco a poco, porque me juego mucho.

Dejar la pintura y la escultura, a las que he dedicado toda mi vida, sigue causando sorpresa, incredulidad y un cierto desasosiego en mi entorno, pero creo honestamente que ya he dicho todo lo que tenía que decir, en esta materia. ¿Todo? En realidad, no; sucede que lo que quisiera hacer no me lo ofrecen, y lo que me ofrecen es más de lo mismo. Pero también es verdad que me gustaría mucho hacer realidad algunos proyectos escultóricos de gran formato, como la Porta de Llull y L’escala de l’enteniment, también dedicada a Ramon Llull, o la segunda parte del Homenaje a Isaac Albéniz, dedicada al mecenazgo. Son proyectos ambiciosos, complicados y caros. De la Escala tengo una versión plantada en el campus de la UPF, en Barcelona, de acero corten, de 2,80 m de altura, y en mi estudio guardo una maqueta a tamaño natural, de 4 m de altura, realizada con porex de alta densidad. Es la que estuvo expuesta en la Fundació Vila Casas, en 2016. Los treinta y seis cubos que forman la escalera principal parecen de hormigón, pero son tan livianos como las ideas.

Y también me encantaría hacer una gran exposición monográfica de meninas. Dudo que haya alguien en el mundo que haya pintado más meninas que yo. Además, hay un relato detrás, que tiene que ver más con la feminidad que con Velázquez.

Mientras todo eso no sucede, vivo centrado en la escritura, que me da parecidas satisfacciones y me permite vivir todas esas experiencias, al menos sobre el papel. Escribo mucho sobre arte. Es un ejercicio revelador. Por ejemplo, he descubierto que la edad y la experiencia no son garantía de calidad. Miguel Ángel, que vivió 90 años, hizo la Pietà a los 25, el David antes de los 30 y pintó la bóveda de la Capilla Sixtina entre los 33 y los 37 años. A lo largo de su vida hizo dos versiones más de la Pietà, pero en ningún caso alcanzó la excelencia de la primera, y el Juicio Final, en el ábside de la Capilla Sixtina, es muy posterior a la bóveda y, según mi humilde opinión, no está a la misma altura. Podemos discutirlo, lo he hecho varias veces, si el arte no es un foro de debate no es nada.

Otros ejemplos de longevidad son Picasso, Miró y Tàpies, en todos los casos me ha parecido ver que sus momentos estelares no son los últimos, cronológicamente. Diré más, sus últimas épocas no sólo no aportan nada nuevo (y a cierto nivel lo que no suma, resta) sino que alimentan una cierta confusión. Pero es sólo una opinión.

La conclusión es obvia: dejar la pintura y la escultura, a mi edad, puede ser también un ejercicio de coherencia.

Y una lección aprendida: me define más lo que no he hecho que lo que sí he podido realizar. Quizás por eso escribo. En algunos capítulos de Elogio del fracaso, el manuscrito en el que he volcado estas experiencias, describo algunas de estas obras y entonces suceden, existen, aunque sólo sea un momento, y te das cuenta de que finalmente lo que importa no es la obra, sino el relato que la explica.

Esta menina nació en Ordis, Girona, y vive en algún lugar de Holanda. Se fue de Erasmus y decidió quedarse allí. Se independizó. Me gustaría volver a verla algún día, pero es difícil, la galería de La Haya que gestionó su residencia en los Países Bajos cerró hace unos pocos años y no tengo su dirección. Le deseo suerte en la vida.

«Hay pintores buenos y pintores malos. Los hay profesionales y aficionados. A veces los primeros son malos y los segundos buenos. Hay artistas consagrados, exitosos, comerciales, provocadores y fracasados. Estos últimos son la gran mayoría, un poco por detrás de los frustrados, una categoría más literaria que real. Hay artistas conceptuales y experimentales, aparentemente sin ánimo de lucro, y también vanguardias históricas de una edad respetable. Y los llamados ‘artistas malditos’, infiltrados en cualquiera de las clases anteriores. Rafa Teja no pertenece a ninguna de estas categorías, al menos no propiamente. Rafa es un artista clandestino.»

Escribí este párrafo, dedicado a mi añorado amigo Rafa Teja, un excelente pintor que nunca estuvo en el mercado, en mi primer libro, Entre Creta y Sausalito, que me publiqué yo mismo en 2009, en una modesta edición de 250 ejemplares. Desde entonces no he dejado de escribir, tengo cuatro manuscritos inéditos y sólo uno publicado, Suite Albéniz (Turner, 2018). Siguiendo la lógica del párrafo anterior, soy un escritor inédito. Rafa insistía mucho en que es importante definir, y a mí esta categoría me define muy bien.

Los escritores inéditos tenemos dificultades para citarnos a nosotros mismos, una práctica habitual entre los escritores. Por ejemplo, hace unos días leí una Contra de La Vanguardia, firmada por Ima Sanchís, dedicada a Isaac Marcet, que acaba de publicar La historia del futuro. Conozco a Isaac y le escribí un whatsapp felicitándole, con estas palabras: «Muy buena la entrevista, cada vez me interesa más la tesis de que el futuro, como el arte contemporáneo y la economía del bienestar, son productos del capitalismo para hacer negocio. Y esencialmente son mentira, y no hay nada más hermoso que la verdad». Para ilustrarlo, añadí otro párrafo de Entre Creta y Sausalito:

«Es difícil definir el concepto de vanguardia, y es importante porque es el gran mito del arte contemporáneo. La vanguardia entendida desde una perspectiva de progreso es de una linealidad sin concesiones, plana, como una regla milimetrada de 0 a 100, de menos a más. Cuando decimos que la obra de un artista genial se adelanta a su tiempo, parece que el elemento diferencial enriquecedor por excelencia sea la propia noción de futuro. En la medida en que algunos de los ex-votos iberos también tienen esta cualidad de proyectarse hacia el futuro, no parece disparatado pensar que unos y otros se encuentran finalmente en un mismo lugar, que quizás no sea simplemente el futuro, sino un momento preciso en el espacio que contiene pasado, presente y futuro al mismo tiempo. A la linealidad oponemos un concepto esférico, más armónico, más zen. Copérnico halló la serenidad en el espacio y Einstein la refrendó en el tiempo, Picasso se paseó por África y Miró buscó la formidable concentración del niño jugando, por esto unos y otros siempre serán modernos.»

Y una frase del epílogo de Elogio del fracaso, el más ambicioso de mis manuscritos: «Me he pasado la vida buscando la atemporalidad, en oposición a la contemporaneidad.»

Parece que por caminos diferentes hemos llegado a conclusiones parecidas. Isaac me agradeció el texto y me preguntó dónde podía leer más cosas mías, entonces es cuando le expliqué lo que es un escritor inédito.

Suzanne Valadon

En algún momento el artista tiene que escoger entre hacer algo verdaderamente interesante y trascendente o aprovechar sus habilidades para seguir la moda que le marca el mercado. Los artistas, los aficionados y los coleccionistas son los verdaderos protagonistas de esta historia, en dura pugna con los intermediarios, que tratan de influir en sus opiniones. El buen coleccionista escoge con el corazón, ejercitando una forma de inteligencia emocional que llamamos sensibilidad. El mercado le afecta poco, pero no puede eludir su influencia y con frecuencia paga mucho a cambio de muy poco, pero también puede pagar poco por obras maravillosas, de manera que en el cómputo final el saldo suele ser positivo. Si es bueno, claro. Hay aficionados buenos y malos. El inversionista saldrá peor parado: el tiempo hará desaparecer aquellas obras insustanciales y revertirá el sueño del alquimista, convirtiendo el oro en polvo del camino.

En una mesa redonda titulada Coleccionismo contemporáneo: La duda es mi certeza, el moderador abrió la sesión con una declaración provocadora: “Van Gogh y Matisse me generan dudas, Berthe Morisot y Suzanne Valadon ninguna”. La premisa aspiraba a no dar nada por sentado, el poeta quería dejar claro que el arte es un foro de debate en el que el criterio personal debería ser el centro de referencia, lo más lejos posible de una historia oficial que entroniza nombres con demasiada rapidez y luego se resiste a cuestionarlos, porque el mercado manda y hay mucho dinero en juego, pero la discusión derivó enseguida hacia los excesos del patriarcado y la marginación de la mujer. El poeta/moderador estaba encantado, sus invitados en la mesa no tanto y hubo algunos enfrentamientos, pero la duda acabó por imponerse y la fuerte personalidad de estas dos maravillosas pintoras acabaron por vencer cualquier tipo de resistencia, “porque tienen una extraña solidez, derivada de su talento, por supuesto, pero también de su heroica lucha por defender su derecho a ser artistas, en una sociedad que hacía todo lo posible por limitar las aspiraciones creativas de las mujeres».

Foto Maria Alzamora

He estado veinte horas sin poder recibir ni enviar correos electrónicos, por un problema técnico con el servidor. Sentirse desconectado es una enfermedad, y soy un mal paciente. La electrónica me genera una ansiedad parecida a la economía, no entiendo su lógica y me siento estúpido, porque sus códigos de conducta son ininteligibles, para mí, y doblemente estúpido porque dependo de sus caprichos para vivir. Tampoco ayuda que para tratar de solventar la incidencia haya tenido que comunicarme con máquinas asistidas por modelos de inteligencia artificial. Son interlocutores inquietantes.

No debería sorprenderme tanto, nunca entendí algo tan aparentemente sencillo como el teléfono. Recuerdo cuando, recién estrenada la adolescencia, allá por los años sesenta, mostraba mi asombro, teñido de estupefacción (me encanta esa palabra, añade una pizca de pimienta al desconcierto), ante la posibilidad de descolgar el auricular de un teléfono de baquelita negro y oír una voz proveniente del otro lado del planeta, en tiempo real. Me parecía magia. Por mucho menos la Inquisición te condenaba a la hoguera. Para aliviar mi ignorancia, siempre había alguna alma caritativa que me explicaba, con paciencia y resignación cristiana, que la señal, sea eso lo que sea, viajaba primero al espacio, donde era recibida por un satélite que orbitaba alrededor de la Tierra, rebotaba en él y venía directo al aparato de baquelita negro y al auricular que sostenía en la mano, momento en el que yo lo soltaba, con aprensión. Sentía la radiación, que naturalmente no era tal, sino una cosa más compleja, llamada onda electromagnética. No sé qué era más extraordinario, el fenómeno o su explicación. Entonces abría la boca, sin articular palabra, es lo que tiene la perplejidad, otra palabra estupenda, y no la he cerrado desde entonces.

La tecnología progresa a un ritmo trepidante, incomprensible para la mayoría de las personas, que nos limitamos a usarla sin hacer preguntas, excepto los cuatro enterados que conocen la teoría y los dos o tres que la comprenden, mientras que la política, que debería minimizar los daños colaterales que sin duda provoca, sigue sin evolucionar, en la Edad de Piedra. Actualmente hay «conflictos armados a gran escala» en Burkina Faso, Somalia, Sudán, Yemen, Myanmar, Nigeria y Siria, aparte de Gaza y Ucrania. No se entiende.

Ayer por la mañana pasé por delante de mi librería de cabecera, la Llibreria Edison, de Figueres, y entré para preguntar a Eloi por El poema de Guilgameix, que le pedí hace unos días, recomendado por un buen amigo mío. No es cualquier cosa, se trata del texto literario más antiguo del que se tiene constancia (fue escrito en tablillas de arcilla y escritura cuneiforme hace 4600 años). Ha encontrado varias ediciones y finalmente nos hemos decantado por una de Penguin. De la misma colección, Eloi acaba de leer Fausto, de Goethe, y me ha comentado que hay unos comentarios previos que están muy bien. Hemos convenido en que a veces son lo mejor del libro. Le he recordado Diario de un seductor, de Kierkegaard, que le compré hace unos años; disfruté mucho la introducción del profesor Palacio (lo acabo de comprobar, la edición era de Alianza) y cuando finalmente empecé la lectura del libro propiamente dicho, no pasé de la página 5 o 6. Ahí sigue, en algún rincón, esperando su oportunidad.

Soy de una generación a la que le cuesta leer en tablet y comprar en Amazon, los cinco o diez minutos que compartimos ayer Eloi y yo son impagables.

Foto Maria Alzamora

Dejar la pintura y la escultura, a las que he dedicado la mayor parte de mi vida, sigue causando sorpresa, incredulidad y un cierto desasosiego a mi entorno, sobre todo cuando explico que honestamente creo que ya he dicho todo lo que tenía que decir, en esta materia.

¿Todo? En realidad, no; sucede que lo que quisiera hacer no me lo ofrecen, y lo que me ofrecen es más de lo mismo. Me gustaría hacer realidad algunos proyectos escultóricos de gran formato, como la Porta de Llull y La escalera del conocimiento, también dedicada a Ramon Llull, o la segunda parte del Homenaje a Isaac Albéniz, dedicada al mecenazgo, pero no lo consigo. Son proyectos ambiciosos, logísticamente complicados y caros. De la Escalera tengo una versión plantada en el campus de la Universitat Pompeu Fabra, de Barcelona, de acero corten, de dos metros ochenta de altura, y en mi estudio guardo una maqueta a tamaño natural, de cuatro metros de altura, realizada con porex de alta densidad, pintado. Los treinta y seis cubos que forman la escalera principal parecen de hormigón, pero son tan livianos como las ideas.

Vivo centrado en la escritura, que me da parecidas satisfacciones y me permite vivir todas las experiencias, al menos sobre el papel. Escribo mucho sobre arte. Es un ejercicio revelador. Por ejemplo, he descubierto que la edad y la experiencia no son garantía de calidad. Lo he dicho muchas veces, pero lo repetiré, porque me parece interesante: Miguel Ángel, que vivió 90 años, hizo la Pietà a los 25, el David antes de los 30 y pintó la bóveda de la Capilla Sixtina entre los 33 y los 37 años. A lo largo de su vida hizo dos versiones más de la Pietà, pero en ningún caso alcanzó la excelencia de la primera, y el Juicio Final, en el ábside de la Capilla Sixtina, es muy posterior a la bóveda y, según mi humilde opinión, no está a la misma altura.

Otros ejemplos de longevidad son Picasso, Miró y Tàpies, y en todos los casos me ha parecido ver que sus momentos estelares no son los últimos, cronológicamente. Diré más, sus últimas épocas no sólo no aportan nada nuevo (y a cierto nivel lo que no suma, resta) sino que alimentan una cierta confusión. Pero es sólo una opinión.

La conclusión es obvia: dejar la pintura y la escultura, a mi edad, puede ser también un ejercicio de coherencia.

Y una lección aprendida: me define más lo que no he hecho que lo que sí he podido realizar. Quizás por eso escribo. En algunos capítulos de Elogio del fracaso, el manuscrito en el que he volcado estas experiencias, describo algunas de estas obras y entonces suceden, existen, aunque sólo sea un momento, y te das cuenta de que finalmente lo que importa no es la obra, sino el relato que la explica.