Foto Eduardo Llasat

Me llamó la atención el mensaje que llevaba impreso en la vitola, en grandes caracteres, blancos sobre fondo rojo: “Autobiografía, ensayo, crónica periodística y ficción: la gran obra de un autor imprescindible”. Lo compré, claro, luego me di cuenta de que no era yo. Fue una amarga decepción, pero el libro que debía anunciar, el mío, se titula Elogio del fracaso, de modo que no es tan extraño, después de todo. Se trata de Yoga, de Emmanuel Carrère. Tampoco me llamo Paul Auster, ni Enrique Vila-Matas, ni John Berger, ni Javier Cercas, lo tengo mal para que me acepten en este selecto grupo de celebridades literarias a las que todo le está permitido. Yo sigo etiquetado como inclasificable y difícil de vender. Es un error, mis lectores del blog y yo hace tiempo que lo sabemos, pero el mundo editorial todavía lo ignora; para cuando se enteren será tarde para mí, espero que no para la siguiente generación. Eso suena tan pedante como la prosa de Carrère, pero si no lo pensara no me levantaría cada día a las seis y escribiría hasta las nueve. Fuera de este horario también escribo, sobre todo cuando paseo con mis perras por los alrededores del estudio, y cuando intento dormir, en este mágico estado de duermevela, donde tantas cosas pasan. Me gusta darle vueltas y más vueltas a un recuerdo que quiero escribir, porque en todos mis textos trato de universalizar una experiencia particular. ¿Cuál es la de hoy? No estoy muy seguro. En la página 33 de Yoga, el autor transcribe estas palabras de Glenn Gould: “El objetivo del arte no es la descarga momentánea de una secreción de adrenalina, sino la construcción paciente, a lo largo de toda una vida, de un estado de quietud y de fascinación”.

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