
Hace muchos años, en el principio de los tiempos, abandoné el hippismo libertario y asumí mi condición de artista, que se había manifestado ya en mi más tierna infancia. Siempre he dibujado bien. La profesión de pintor, si es que tal cosa existe, me escogió. Ni siquiera me gustaba la palabra artista –sigue sin gustarme, aunque no tengo nada en contra de ella– y no me atraía que me definiera profesionalmente. Finalmente, llegué a un pacto conmigo mismo: pasado un cierto tiempo y alcanzado un cierto reconocimiento lo dejaría todo y me dedicaría a jugar al ajedrez, como hizo Duchamp en la cúspide de su carrera. Claro que yo no soy Duchamp, pero ¿qué importa?
Tampoco sé jugar al ajedrez.
En cuanto al reconocimiento, no soy nadie, mi nombre no suena, ni siquiera en mi entorno más próximo, mucho menos en el contexto internacional, donde brillan otros. Conozco a algunos de ellos. Sin embargo, tengo obra colgada en domicilios particulares (son los mejores coleccionistas) en Barcelona, Madrid, Valencia, Seattle, Nueva York, Miami, Estambul, Beirut, Londres, Sao Paulo, Ginebra, Lausanne, Bruselas, La Haya, Zürich, París y Dubai, he expuesto en muchas de estas ciudades y tengo obra también en museos y fundaciones; y he plantado obra pública en algunos lugares emblemáticos, como L’Auditori de Barcelona, el campus de la Universitat Pompeu Fabra y el centro de Salou. Pero, sobre todo, me doy cuenta ahora, he vivido de la pintura durante varias décadas. Conociéndome, eso es poco menos que milagroso, porque nunca he sabido tomar las mejores decisiones.
Bien, con reconocimiento o sin él llegó el momento y la palabra ha sustituido a la imagen. «Donde acaba la imagen empieza la filosofía», le dice Narciso a Goldmundo, en la novela homónima de Hermann Hesse. He escrito un ensayo sobre arte contemporáneo, titulado Elogio del fracaso. «No es un ensayo, en el sentido académico del término», le expliqué hace unos días a Jordi Isern en el Palau de l’Abadia, de Sant Joan de les Abadesses, donde coincidimos en la inauguración de una exposición de Gerard Sala. No nos conocíamos personalmente, aunque yo conozco su trabajo y él el mío, creo. Jordi hizo una exposición impresionante en el antiguo refugio antiaéreo de Girona. El adjetivo no es calificativo, o no sólo eso, es descriptivo.
No hacía falta la aclaración. «Yo voy cada día al estudio a fracasar», me dijo, rápido como una centella.